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Imagen falsa

No parece discreto, no digamos inteligente, que un país importante pase unos cuantos días ocupándose, como del asunto más importante, de un partido de fútbol; y que después dedique su atención casi exclusiva a la discusión de una posible candidatura dentro de dos años; y que a continuación consagre páginas y páginas de papel impreso, horas de radio y televisión a declaraciones de personas que no merecen el menor crédito, porque han mentido incontables veces, durante varios años.

Se dirá que cada cual hace de su capa un sayo, y lo que le viene en gana de su periódico, su emisora o su canal de televisión. Es dudoso cuando se trata de instrumentos costeados con los impuestos de todos los ciudadanos; pero incluso en otros casos se puede poner en cuestión esa conducta. Creo que el problema reside en el absoluto olvido de la noción de «deber». Se habla incesantemente de «derechos», sin ningún rigor. Cuando se repite hasta la saciedad que hay que velar por los «derechos humanos», me pregunto si hay otros; los hombres son los sujetos de derechos; la expresión «derechos de los animales» es absurda, lo cual no quiere decir que con ellos se pueda hacer lo que se antoje: tenemos «deberes para con los animales», y para con las cosas, naturales o debidas a la mano del hombre. Esto se olvida en nombre de unos derechos inexistentes y por tanto inoperantes.

Todo esto está produciendo una gigantesca falsificación de nuestra visión de lo real, está siendo causa de una de las situaciones más peligrosas que pueden afectar a la humanidad o a sus partes: el «estado de error», que funciona como el gran supuesto en que se «está» -por eso es un estado-, y que condiciona las ideas, las interpretaciones, los proyectos.

La gran víctima es la «importancia» real de lo que hay o acontece. Habría que hacer un inventario de aquellos asuntos, sucesos, obras, personas, de que se habla, y de su desplazamiento en la opinión pública, del espacio que ocupan; y en otra columna habría que poner la interminable serie de los silencios, omisiones y ocultaciones, con indicación de su verdadera importancia.

El resultado sería una aterradora distorsión de la realidad, una imagen que tiene poco que ver con ella, pero que se impone con medios extraordinariamente poderosos y que perturba el sistema de creencias, impide la orientación, condiciona el horizonte proyectivo de la vida.

Lo más grave es que ello anula en gran parte la libertad que se cree poseer. Se ha iniciado un abuso de la apelación a la «democracia» y los «demócratas». Llevo muchos años -desde cuando eran palabras proscritas y, por supuesto, remotas de cualquier existencia- declarando que en nuestra época la única forma legítima de poder y gobierno es la democracia; agregando que con una condición: que esté inspirada por el liberalismo, que su fin sea la promoción de la libertad, porque en otro caso se convierte en un instrumento de opresión. El ejemplo de Hitler y los repetidos triunfos electorales del nacionalsocialismo son prueba suficiente. Ser «demócrata» es bueno, pero ni es necesario ni suficiente; rara vez se apela a la condición, más amplia y profunda, de «persona decente», veraz, con sentido moral, todo lo cual basta para estar en contra del terrorismo, por ejemplo.

He dicho a veces que mientras desayuno leo dos periódicos, y después necesito «reponerme» un rato antes de ponerme a trabajar con alguna serenidad y holgura; las experiencias televisivas suelen afectar de manera aún más penosa, con muy pocas excepciones, porque son aún más deformadoras de lo real, y con mayor fuerza inmediata, aunque quizás no duradera.

Se dirá que el individuo tiene capacidad de reaccionar, de rechazar y rectificar, de restablecer la verdad y la importancia efectiva. Pero ¿la tiene? Hay que contar con la limitación, la unilateralidad, la propensión al fanatismo. Son muchos los españoles -y no sólo los españoles, por desgracia- cuyo único medio de comunicación es la televisión; de ella se nutren, y para ellos es el equivalente de la realidad. Otros siguen fielmente tertulias y «debates» de la radio, y retienen lo que suelen tener de confusión. Algunos leen periódicos, y no muchos en plural; son legión los que leen solamente uno, y no por azar, sino porque se prohiben a sí mismos leer otro alguno, como si fuese una infidelidad, casi un pecado. No se puede contar con que lean libros, entre otras causas porque esos mismos medios de comunicación proponen en exclusiva unos cuantos, y ni siquiera nombran los que no son de su agrado, de manera que la mayoría no se entera ni de su existencia.

Ésta es la situación real, que conduce a una extremada «vulnerabilidad», lindante con la indefensión, de innumerables personas. Esto quiere decir que la libertad teórica de que se goza está mermada por múltiples factores. Como esta constelación de ingredientes de la vida se da, con matices distintos, en todos los países occidentales -temo que en los demás las cosas sean más graves y difíciles-, veo en ello la causa principal de la amenaza de decadencia que se cierne sobre todos ellos.

¿Es posible evitarla? ¿Hay medios eficaces de superar la falsificación de lo real? Hay que intentar fomentar la veracidad, descalificar la mentira, inspirar la repugnancia frente a ella. Hay que recordar a los individuos que son libres, a menos que libremente renuncien a esa condición y se sometan. Es menester reforzar el sentido de la evidencia, sin olvidar que es frágil y tantas veces cede a las presiones. Confío en que se despierte el sentido de la exigencia, que no se acepte que se hable o escriba mal, sin respeto a la lengua y a lo que en ella se dice, con ignorancia culpable desde la cual se pontifica.

Hay que pedir cuentas a los poderes públicos de la falta de calidad o de veracidad de los instrumentos de que son responsables. Se puede y debe mostrar el desvío de aquellos otros que, desde su condición privada, muestran las mismas manipulaciones o inferioridades. Todos ellos dependen de la publicidad, en un grado que me parece inadmisible, en ocasiones bochornoso. Ésta depende de los anunciantes, es decir, de acciones voluntarias individuales, que pueden exigir decoro suficiente. Y, a última hora, los efectos de esa publicidad recaen sobre los millones de personas que con su seguimiento le dan eficacia. Con lo que se vuelve a la posible acción libre y responsable de los innumerables hombres y mujeres -personas individuales- que tienen un inmenso poder que no ejercen.

Se trata, en suma, de que lo hagan, con la mayor rectitud y energía posibles. Los males de la libertad se curan con mayor libertad; se entiende, de todos. ¿No se podría movilizar a las mayorías, tantas veces oprimidas por diversas minorías, para defender su libertad y su inalienable derecho a la verdad?

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