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La iniciativa
Parece urgente que la mayoría de los españoles tomen la iniciativa. Intentaré explicarme. El mundo actual ha experimentado cambios muy importantes y que no se suelen advertir. Se piensa -en la escasa medida en que se piensa- que las cosas pasan como en otras épocas, se da por supuesto que la sociedad funciona como solía, y no se tienen en cuenta decisivas variaciones. He señalado ya varias veces que la proliferación de «organizaciones» de todo tipo y el inmenso crecimiento de los medios de comunicación han alterado los procesos de cambio y han llevado a la inestabilidad de las sociedades de nuestro tiempo.
Una de las consecuencias más graves, y que se pasa por alto sin darse cuenta, es que son esas organizaciones, con efecto multiplicado por los medios de comunicación, avasalladores, las que en casi todos los asuntos toman la iniciativa. Se dedican con extremada actividad a buscar o inventar cuestiones que plantear, reivindicaciones que pueden formularse, descalificaciones de todo tipo, interpretaciones, que pueden ser enteramente arbitrarias, de la realidad. Como los medios de comunicación airean incansablemente todas esas cosas, se consigue que se hable casi exclusivamente de ellas y ocupan así la mayor parte del horizonte público.
Si se hace un aforo del origen de casi todo lo que constituye el panorama de la vida colectiva, se encuentra que se reduce a una fracción mínima del cuerpo social. El desplazamiento verbal y de imagen de exiguas minorías es enteramente desproporcionado con su volumen real, no digamos con su calidad o importancia efectiva.
Pero la cosa no termina aquí. Lo que la inmensa mayoría de las personas hace es «reaccionar» a lo que esos grupos dicen, niegan, proponen, reclaman. Es decir, usurpan casi toda la iniciativa, reducen a los demás -que son los más- a una función pasiva, a acciones condicionadas por esas iniciativas que les son ajenas.
Es una situación anormal y que consiste en una inversión de las funciones sociales. De hecho, gran parte del mundo está dominado por iniciativas marginales, casi siempre injustificadas, negativas, en muchos casos destructoras, con un propósito envilecedor en que rara vez se repara.
Uno de los aspectos más salientes es que casi siempre se trata de cuestiones minúsculas, que absorben la atención y angostan el horizonte. Se discuten interminablemente asuntos que apenas merecen una mención de pasada, pero que ocupan a países enteros durante años, o se eclipsan y reaparecen una vez y otra, incansablemente. Como la capacidad de atención es limitada, así se impide que se susciten, planteen, examinen las cuestiones verdaderamente importantes, relegadas a un rincón de la vida pública.
Los grandes proyectos que pueden ilusionar a un pueblo, que suscitan el interés y la actividad, que dan contenido a las vidas individuales, no tienen lugar. Se produce un estrechamiento de las mentes y, lo que es peor, de las mismas vidas, un descenso de la calidad humana, de manera que cada vez es más fácil la manipulación, el confinamiento a espacios reducidos y en los que se puede ejercer el dominio. Un ejemplo mínimo pero revelador es el uso de sondeos y encuestas, que se multiplican a cada paso. Mi confianza en ellos es casi inexistente. Se basan en consultas, muchas veces telefónicas, a personas en número reducidísimo, que representa por lo general menos de una diezmilésima de la población, con una selección que disminuye aún su valor: se hacen preguntas cuya formulación es decisiva y puede prejuzgar la respuesta; queda en pie la cuestión de si los que contestan toman en serio el cuestionario y son sinceros. El valor, pues, es evanescente.
Ahora bien, los medios de comunicación se apoderan de todo ello, lo desmenuzan, analizan, comentan interminablemente; es decir, mediante una extraordinaria resonancia le dan una importancia de que carece, y que influye en las conductas de las personas que lo reciben.
Un par de millares de «encuestados» logran que muchos millones pasen días y días ocupándose de lo que han dicho -suponiendo que lo hayan dicho-. Es decir, han conseguido reducir a la mayoría a una situación de pasividad.
Se ve lo que se muestra, se oye lo que se pronuncia y difunde, se conoce a aquellas personas que son exhibidas incesantemente con todos los recursos disponibles -y, claro está, por los que disponen de ellos, que son muy pocos-. Así es posible que se presente una imagen enteramente falsa y grotesca de una época que casi todos han vivido y conocen directamente, expresada y comentada por un puñado de personas que aparecen acaso veinte veces en un programa de televisión, con absoluta omisión de las que podrían decir algo más veraz e inteligente.
Si se prolonga el estado de cosas que he intentado describir, se confirmará la pasividad que amenaza a los españoles, precisamente en el momento en que poseen los instrumentos legales y jurídicos para ser verdaderamente libres, para tomar su destino en sus manos. La libertad se pierde de muchas maneras, y una de ellas es la desidia, la apatía, que en casos graves linda con la estupidez.
Hay que preguntarse qué interesa verdaderamente, qué se espera, qué se quiere lograr, qué se desea para España y cada uno de sus miembros, para cada uno de nosotros. Hay que apartar la vista de aquello que se nos pone insidiosamente delante, para que nos quedemos en ello, absortos; no hay que seguir dócilmente lo que se nos quiere imponer.
El hombre no es un animal reactivo, que responde a los estímulos; lo humano es la condición proyectiva, la imaginación, la capacidad de originar acciones propias, que parten de la intimidad e intentan realizarse.
La fantástica creatividad que han tenido algunos pueblos en ciertos momentos de su historia ha sido posible por esa actitud abierta, enérgica, inventiva, llena de iniciativa. Si se piensa en los momentos más creadores de nuestra historia, simplemente no se entiende cómo tan pocos, con tan escasos recursos, realizaron en breve tiempo empresas casi inimaginables: El número actual de españoles es cuatro o cinco veces mayor que el de finales del siglo XV y el XVI; los recursos económicos y técnicos, incomparables. En otro orden de cosas, no menos interesantes, se podrían hacer ahora los equivalentes de lo que apenas comprendemos -y rara vez intentamos comprender-.
Es cuestión de iniciativa. Frente a los que la toman en exclusiva y procuran sofocar la de los demás, debería haber equipos dedicados a fomentarla, a excitarla, a suscitar la libertad que no se resigna a la pasividad; y, por supuesto, lo decisivo es que cada uno tome por su cuenta la iniciativa y se esfuerce por ser el que quiere ser, el que siente que tendría que ser, y no el que le impongan, por la fuerza o con argucias.
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