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El horizonte

Cuando comparo lo que parece ser el horizonte público de los hombres de estos últimos decenios con el particular que encuentro ante mis ojos, descubro una discordancia que me parece sumamente inquietante. O estoy muy equivocado, lo que no sería sorprendente, o existe un peligroso grado de desorientación en lo que se presenta como importante y absorbe la atención de nuestros contemporáneos.

Creo que lo que acabo de decir es válido para gran parte del mundo, para el que podemos llamar «nuestro», es decir, Occidente; pero las diferencias son considerables, y por amor a la claridad parece prudente referirse por lo pronto a España, sin olvidar que casi nada es exclusivo de ella. Puede parecer exagerado, casi absurdo, decir que el problema mayor con que nos enfrentamos es el desconocimiento de la historia, potenciado por su deliberada falsificación. La ignorancia la reduce a un mínimo, muy próximo al cero; las falsificaciones nos introducen en los números negativos, lo que es aún más grave.

La consecuencia de ello es que un número altísimo de españoles no saben de dónde vienen, y por tanto quiénes son, lo cual les impide proyectar hacia dónde pueden y deben ir, quiénes van a ser en el futuro previsible. Esta situación es la que hace posible casi todo lo negativo que acontece, en la valoración y estimación de lo real, en la consideración de las posibilidades existentes, en las decisiones políticas. El panorama de lo que presentan los medios de comunicación es desolador, previamente a lo que «dicen», que también suele serlo. Lo más grave es lo que es su contenido formal, anterior a sus opiniones o comentarios. El espacio ocupado por el deporte, en particular el fútbol, es algo absolutamente anormal e injustificado. Si se recorren los canales de televisión, se puede estar seguro de encontrar, aparte de los anuncios, el verde campo de juego o largas entrevistas con los que en él tienen algún papel.

Si se trata de un periódico, páginas y páginas están dedicadas a lo mismo, sin posible comparación con ningún otro asunto. Esto es universal, no sólo español, y reclama un análisis que probablemente no se ha hecho. Se pueden tener algunas sospechas: se trata de un inmenso negocio, en el que son muchos los interesados; la atención concentrada en el deporte distrae de que se piense en otras cosas, y esto conviene a los que temen el examen de sus conductas; finalmente, el carácter de rivalidad y hasta fanatismo que acompaña al deporte da una especie de justificación al partidismo y a una hostilidad que se considera lícita.

Pero esto, con ser enorme, no es más que un ejemplo. Lo decisivo es que apenas se habla más que de cosas, asuntos y personas que tienen muy poca importancia. Se tratan durante meses o años -esto es esencial, y casi siempre se pasa por alto- cuestiones cuyo alcance es muy limitado, tal vez pretérito, sin más actualidad que la que presta la atención prolongada. Domina en el mundo una visión miope, incapaz de abarcar un horizonte dilatado, no digamos de tener en cuenta el futuro previsible. Se discuten interminablemente pequeñas disputas o rivalidades entre personas que tienen mínimo interés, y esto ocurre tanto en la política como en la literatura o el arte. Se habla todo el tiempo de premios, no de las obras que los merecen o no, o que podrían merecerlos. Para que los medios de comunicación se ocupen de alguien, es menester que haga «declaraciones» -su obra efectiva no cuenta-, si es posible disonantes y de preferencia con alguna grosería.

El factor cuantitativo es también esencial. Aquello que aparece son los «congresos» compuestos por centenares de «expertos» en cualquier asunto, cuyo alcance puede ser muy reducido, pero tienen asegurada su publicidad y resonancia, que se extingue a la semana siguiente y no deja huella.

Todo esto, si se mira bien, es lo menos importante. Lo que me parece pernicioso es la omisión de casi todo lo que vale la pena. La atención está acaparada por asuntos mínimos, que apenas reclaman una mención fugitiva; incluso las cuestiones importantes en sí mismas, por ejemplo las políticas, las decisiones de gobierno, se suelen presentar con una visión «doméstica», inmediata, sin conexión con proyectos de largo alcance. Es menester que se las vea como partes, pasos, etapas de una interpretación de España, de su figura, de su papel en Europa, en el mundo hispánico, en el conjunto de Occidente. Es urgente «despegar» de lo provinciano -no digamos del aldeanismo a que algunos nos invitan sin descanso- para alcanzar una visión abarcadora. Todo lo que nos pasa, lo que hacemos y, sobre todo, lo que podemos hacer, acontece en España, en su conjunto, en su totalidad, como remate actual de su historia milenaria, desde donde es posible la anticipación del porvenir. Se vive en el futuro, desde el cual se toman las decisiones, se elige entre las posibilidades. Incluso se cuenta o narra desde los proyectos. Y para ello hay que tener presente la totalidad del horizonte.

Es sorprendente que ahora mismo, cuando la proximidad del siglo XXI y del tercer milenio parecen favorecer la visión al porvenir, la anticipación se reduce a cuestiones de detalle, aunque no carezcan de importancia: el euro, las normas de la Comunidad Europea, la posible legislación general, la distribución de las ayudas. No se piensa en la función de las diversas naciones, en los papeles que pueden desempeñar en la construcción del conjunto, en lo que podría ser la gran orquesta europea, vinculada esencialmente a la otra mitad americana de Occidente.

Lejos de esto, la mezquindad, la extrema miopía de los nacionalismos intenta desvirtuar o negar la realidad de las naciones, dentro de las cuales tienen su función extremadamente valiosa las regiones como sociedades «insertivas», a través de las cuales se inserta el individuo en su nación, a la vez que mira al horizonte programático de Europa.

La modalidad humana que es España, distinta de las demás naciones europeas, llamada a una convivencia fraternal con ellas, reclama la intensificación de su figura propia, la aportación a Europa de lo que ha sido, es y, sobre todo, puede ser. Cada nación tiene que hacer su «propuesta» articulada, llena de contenido, con su diversidad creadora.

Si esto se hiciera, si se imaginara lo que se puede ser, si se ampliara el horizonte hasta sus límites reales, todo aparecería a una nueva luz, resultaría inteligible, podría de verdad interesar, daría tensión a una convivencia inerte, podría despertar ilusión, poner ante los ojos una empresa rica de contenido en la que valdría la pena tomar parte.

Se trata de reivindicar las condiciones exigidas por la vida civilizada de personas con un larguísimo pasado a la espalda, condición de un porvenir que puede ser incitante, creador, lleno de promesas. En eso consiste la verdadera riqueza humana.

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