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Soledades
Hasta hace un par de decenios, pocas personas vivían solas en España, a diferencia de lo que sucedía en otros países. Familias bastante numerosas y estables, vínculos sólidos, aunque no siempre apacibles, restos de servicios domésticos, todo eso hacía infrecuente la total soledad. Esta situación ha ido cambiando, ya no es así. He conocido a tres personas, en modo alguno «marginales», que han muerto solas y han sido encontradas, horas o días después, por parientes o amigos. Todavía los españoles hablan. Salen a la calle, no se confinan en sus casas, ni siquiera cuando la vejez o algunos achaques los empujan a ello. Pero en todo caso son muchos los que tienen cada día largas horas de soledad y silencio. Para muchos, la única compañía real es la televisión, y no se sabe si es un alivio o hay que compadecerlos.
Pero hay otras formas de soledad. Hace poco, esa televisión dedicó un programa a los huérfanos. Los ejemplos elegidos eran discutibles, y también los comentarios; pero me llamó la atención la afirmación de que ahora había menos huérfanos que en el pasado. Creo que es altísimo el número de niños huérfanos de padres vivientes. Los matrimonios -o sus sucedáneos- se rompen con inquietante frecuencia; se hacen otros, que pueden romperse y reanudarse con otras personas. Los hijos, sobre todo en su niñez, son realmente huérfanos, aunque tengan una multitud de «padres» o «madres» existentes y con los cuales tengan alguna relación. Empiezan a ser frecuentes «familias» con una madre y varios hijos de padres inciertos y ausentes. ¿No es eso una forma de orfandad?
Y si pensamos en los que no viven solos, en los que no carecen de compañía -que son todavía, por fortuna, los más-, no creo que estén libres de padecer formas sutiles pero indudables de soledad. Convendría hacer el balance de las personas con quienes no se habla desde el fondo personal, o de ciertos asuntos. Las diferencias de edad son importantes. Son muchos los que no pueden -o no quieren- comunicarse con personas de edades distantes; la lengua acusa diferencias sensibles, temen «no entenderse» -o, lo que es peor, ser mal entendidos-; tropiezan, y esto es aún más probable, con la indiferencia, con la falta de interés, lo cual desanima de una comunicación que sería posible si se intentara, pero que no se intenta.
Mi experiencia personal lo atestigua. He tenido amistad y trato próximo con hombres y mujeres mucho mayores que yo, en la época en que casi siempre era el más joven; ahora sucede lo contrario, y propendo a ser el más viejo, pero guardo relación amistosa y próxima con quienes tienen cincuenta o sesenta años menos que yo.
Hay otras dificultades. Son muchos los que están encasillados en ideas -llamémoslas así- fijadas de antemano, incapaces de ponerse, ni siquiera transitoriamente, en otros puntos de vista. Hay cuestiones de las que se prefiere no hablar, por temor a romper relaciones que por lo demás son preciosas. Esto produce cierto malestar, introduce una actitud que se podría llamar del Licenciado Vidriera. Cuando entre personas amigas se «evitan» muchos asuntos, aparece una fragilidad que deja amplias zonas de soledad en las almas.
Son muchas las personas que viven pendientes de quehaceres múltiples, azacanadas en cuestiones casi siempre utilitarias, entre cosas, sin holgura para entrar en sí mismas, para estar en su propia compañía. «Converso con el hombre que siempre va conmigo», escribió Antonio Machado. Esas personas hacen que el trato con ellas no rompa la soledad, porque no se las encuentra, y es que segregan su propia soledad, carecen del ámbito en que la verdadera convivencia es posible.
Todo esto reduce increíblemente el ámbito de la posible presencia cercana de otros, de lo que merece llamarse intimidad. Háganse las cuentas vitales -las únicas que de verdad importan-. Pregúntese perentoriamente con quiénes se habla desde el fondo de uno mismo, desde la última realidad, y con quiénes se puede hablar de todo.
Temo que el número de estas personas es muy escaso; en la mayoría de los casos, tal situación simplemente no se da. Algunas personas particularmente afortunadas han gozado de esta posibilidad a lo largo de gran parte de su vida; el curso del tiempo y los azares de la vida ponen término acaso a ese privilegio. Es posible que a cualquier edad se conserve esa situación maravillosa, o rebrote inesperadamente. Entonces existe la plena compañía, hay algún reducto en el que no penetra la devastadora soledad íntima.
Nada como ella hace imposible la felicidad. Con la obsesión del placer y el «bienestar» -cosas tan distintas-, son hoy pocos los que verdaderamente se afanan por lograr la felicidad que, aún precariamente, es posible en este mundo. Cuando se piensa en la situación de diversos grupos sociales, tal vez países enteros, se atiende a cosas que poco o nada tienen que ver con la felicidad.
Y, por supuesto, no se suele tener en cuenta el equilibrio entre soledad y compañía, y los grados de intensidad, cercanía, intimidad de ésta. Creo que España -y los países hispánicos en general- tienen una situación parcialmente favorable, con la que no cuentan, de la que ni siquiera se dan cuenta. Y por ello la comprometen, la cambian por otras cosas, no se preocupan de salvar lo más valioso que poseen.
Habría que preguntarse por qué se cambian las posibilidades de escapar a la soledad, de poder hablar desde la raíz, sin elusiones y velos, sin reticencias ni disimulos, con alguien. Y creo que esto, sin más, es lo más valioso de la vida. No digamos lo que tiene de exigencia de toda operación humana que pueda llamarse, aunque sea exagerando, «creación». Esta soledad íntima y difusa que afecta a tantos, ¿no será la causa principal de ese aterrador descenso de calidad, de esa decadencia universal que se anuncia y nos amenaza?
Para mí no hay duda. Esa posibilidad humana, tan rara, tan difícil de mantener, que requiere tanta atención y esfuerzo, tanto «esmero» -para emplear una palabra en desuso-, es lo que más importa salvar, lo que nos puede permitir hacer algo que valga la pena y, sobre todo, vivir con alguna ilusión, conseguir algunos islotes de felicidad en un océano que con frecuencia es hostil, que de otro modo se cierra ominosamente sobre nosotros y elimina la capacidad de proyectar, por otro nombre, esperanza.
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