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Fronteras de la estimación

Probablemente nada es más importante para la ordenación de la vida, tanto privada como pública, que la claridad sobre la estimación de personas, doctrinas, instituciones. En el colegio se aprendía, para apreciar la dureza de los minerales, la escala de Mohs, que iba de la mínima, con valor uno, el talco, hasta el máximo diez, correspondiente al diamante.

Habría que hacer una escala de estimaciones y poner a cada cosa en su lugar. Como en principio la estimación pide ser positiva, me pregunto cuál sería la más alta; he pensado en la admiración, pero pongo por encima de ella el entusiasmo. En cuanto al otro extremo, pondría el desprecio; no se olvide que se trata de estimar. Y por tanto la hostilidad o el odio estarían desplazados. Dentro de sus límites justos y adecuados, importa extremadamente estar en claro sobre las propias estimaciones, que no tiene por qué coincidir con las vigentes, menos aún con las que sin llegar a tanto tienen amplia circulación. Casi todos los errores son de estimación, o de no tomar en serio las estimaciones que se tienen auténticamente. Son muchos los que las tienen prefabricadas, establecidas desde fuera, por tanto automáticas. Recuerdo muy bien la actitud de jóvenes que andábamos por los veinte años durante las Cortes de la República. Seguíamos las actuaciones en ellas, los discursos de diputados de diversos partidos o grupos; era frecuente que provocase nuestra admiración un día el que suscitaba nuestro descontento o repulsa pocos días después. Dependía, no de la etiqueta con que se presentaba, sino del acierto o el talento o la dignidad que mostraba.

Las expresiones «derecha» e «izquierda», cuando no se limitan a las manos o a las viviendas, no sólo son estúpidas, sino funestas. Debo confesar que su uso influye enérgicamente en mi estimación, y si se abusa de ellas y se las toma en serio, el resultado es sin duda negativo.

Creo que hay que estar alerta ante las propias estimaciones, reconocerlas, ponerlas a prueba, contrastarlas con la complejidad de los asuntos humanos, y obrar en consecuencia. Por otra parte, hay que reservar las «medias tintas» para los grados realmente intermedios, como sucede con la escala de Mohs, y no rehuir los extremos cuando es menester: una estimación tibia ante lo que merece entusiasmo es un error; un débil desagrado o mohín de displicencia ante lo repugnante es una cobardía.

En el mundo hay realidades maravillosas -personas, conductas, obras, ciudades, paisajes- que provocan la más profunda alegría, motivada desinteresadamente por su mera existencia, y la actitud adecuada es el entusiasmo, que lleva consigo un enriquecimiento, una extraña apropiación de su valor. A la inversa, contemplamos a diario ejemplos de cobardía, crueldad, mentira, odio, envilecimiento, que nos llevan a un desánimo que sería insuperable si no fuera por la capacidad de no aceptación, rechazo, condena, desprecio.

Ambas cosas son igualmente importantes. Se lamenta con sobrada razón la impunidad, el que lo inaceptable pase y sea admitido como normal, acaso inevitable; no es menos dolorosa la ausencia de aplauso, apoyo, exaltación de aquello que lo merece.

Cuando ha pasado mucho tiempo, cuando los intereses o las modas han perdido eficacia, la estimación respecto de las creaciones humanas suele ser estable y en conjunto correcta. La humanidad conserva una escala de valores, una jerarquía rara vez desmentida, acerca de las obras de pensamiento, literatura, arte de varios siglos, tal vez milenios. Es difícil descubrir un «genio desconocido»; es improbable que parezca insignificante alguien a quien se ha admirado unas cuantas centurias.

La estimación conflictiva o abiertamente injusta se conserva más cuando se trata de grandes hechos históricos, porque se los mira desde sus consecuencias, tal vez muy distintas de ellos, o desde intereses actuales.

Si se atiende a lo que se ve, se oye, se experimenta, si se es fiel a la impresión real que ello produce, el mundo se va ordenando, se hace inteligible, coherente, se puede transitar por él, se reduce el riesgo de error. La maldad existe y hay que tomarla como lo que es, sin disfraces. Cuando se está exterminando en un lugar a millares de personas, acaso a cientos de miles, no se puede ver eso como una «catástrofe», equiparable a un terremoto o una inundación; se trata de crímenes, de asesinatos, en suma, de incalculable maldad, y así hay que verla. Aunque la escala sea menor, acciones semejantes tienen el mismo sentido, y la aprobación de ellas o su disimulo es una complicidad casi tan reprobable como ellas mismas.

Cuando alguien, movido por el partidismo, la conveniencia o el odio, niega la verdad o literalmente miente, no puede inspirar otra cosa que desprecio. Cuando, por el contrario, se atreve a reconocer lo bueno, aunque sea obra ajena, incluso de un adversario, hay que aplaudir y hacer elevarse a persona en el nivel de la estimación.

Lo frecuente es que la estimación real, espontánea, probablemente recta, no tenga consecuencias. Se puede elogiar, denostar, desfigurar, ocultar sin razón ni justicia, sin que pase nada; se puede blasonar de éxito, credibilidad, hasta «independencia», cuando se falta a la verdad todos los días, varias veces; se puede criticar a un político cuando ha tenido una conducta ejemplar, seguida de acierto y éxito, o se puede dar por nula la fechoría, la incompetencia, la agresión injusta, la grosería.

Creo que no se trata primariamente de «error». Es una convicción mía muy arraigada que las personas se conocen bastante bien, que tienen una idea aproximada de su valor o de su carencia; pueden hacer grandes gestos triunfales, pero es para convencer a los demás, con la esperanza de que llegue a persuadirlos a ellos mismos. Por eso es tan frecuente el descontento, la amargura, de los que tienen éxitos inmerecidos; la desatención o el fracaso son más fáciles de sobrellevar.

En la vida pública, parece aconsejable volver la espalda a los que no merecen más que desdén o desprecio. Si se trata de casos graves, toda colaboración es inadmisible. La contaminación es uno de los hechos más frecuentes y destructores. Habría que aplicar a los asuntos colectivos lo que es evidente cuando se trata de la vida personal y privada, cuya salud y decencia dependen muy principalmente de la selección del pequeño mundo que rodea a cada uno de nosotros, de aquello que constituye el repertorio humano del que cada cual se nutre, con el que se enriquece y depura o que, en caso contrario, puede provocar la corrupción.

Muchas cosas se justifican por la conveniencia, pero pueden ser las más inconvenientes. Acaso se invoca alguna «razón» para aceptar lo inaceptable; casi siempre se paga un altísimo precio por esas complacencias, que en rigor son complicidades. Las razones, para serlo, tienen que ser «suficientes». La razón sin más obliga a decir resueltamente «no» a lo que es falso o indecente. Y como la política es asunto de oportunidad, lo que los griegos llamaban «kairós», ese «no» tiene que ser pronunciado cuando es exigido, en el momento adecuado.

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