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Quejas litúrgicas de un consumidor
Adelantaré que no tengo ninguna autoridad, pero he comunicado mi descontento a muchos sacerdotes, bastantes obispos y algunos cardenales, y casi todos me han dado la razón; pero no veo que se hayan corregido mis motivos de inquietud por quienes podrían hacerlo.
Siempre he tenido la impresión de que la religión cristiana ha estado acompañada por lo que llamo «adherencias histórico-sociales» que no pertenecen a su núcleo religioso. Los misioneros han tratado con frecuencia de convertir a personas de otros pueblos, no sólo a la fe cristiana, sino a ciertos usos procedentes del origen navarro, escocés, bávaro o provenzal de sus familias. Esto explica el afán de que se vistan los habitantes del África negra, por ejemplo.
Pues bien, encuentro un peso excesivo del Antiguo Testamento en la actual liturgia de la misa. Es una obra admirable y venerable que representa la primera fase de la revelación, pero procedente de múltiples autores, de diversas épocas y varios géneros literarios, que no se pueden confundir. Está lleno de tales adherencias del pueblo de Israel. Algunos textos son de valor religioso inmarcesible; otros, fuera de contexto, son peligrosos e inquietantes. El exterminio de los primogénitos egipcios o la complacencia en pasar a cuchillo a ciertos habitantes de un pueblo pueden resultar perturbadores. El llamado «salmo responsorial», con sus repeticiones, puede degenerar en una cantinela rutinaria.
Otro aspecto discutible es la lectura habitual de la epístola, encomendada a alguno de los fieles. San Pablo, sobre todo, es de notable concisión y densidad intelectual; si no se lo lee muy bien, con las pausas necesarias, no se entiende nada; me gustaría saber cuánto retienen los oyentes de la lectura usual. Las traducciones de los textos de la misa son con frecuencia problemáticas. Se solía decir:«Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Era la traducción literal y fiel del latín («pax hominibus bonae voluntatis»), muy próxima al griego, en que se habla de «eudokía». Ahora se oye:«Paz a los hombres que ama el Señor». ¿De dónde sale? Sospecho que del francés, fuente no demasiado autorizada, como revela su mala sintaxis; en español habría que decir «a quienes ama el Señor». Pero esto es también inaceptable: ¿es que no los ama a todos? En la iglesia oigo con frecuencia decir:«Los hombres que aman al Señor»; esto no se justifica, pero es una reacción del buen sentido de los fieles.
Más grave es la traducción impuesta del texto «Domine, non sum dignus ut intres sub tectum meum, sed tantum dic verbo et sanabitur anima mea». Se oye ahora:«Una palabra tuya bastará para sanarme». No es eso: se convierte un imperativo -la súplica del centurión- «di una sola palabra» en un enunciado. ¿Por qué? ¿De dónde ha salido tal dislate? Personalmente lo digo en latín.
Y llegamos al Padrenuestro, alterado hace unos años. Es una oración de tal concisión y perfección, que me parece un fuerte argumento en favor de la divinidad de Cristo, que lo enseñó. El pretexto del cambio ha sido la «unificación» con el uso de Hispanoamérica. Me permito dudarlo: en muchos países se rezaba igual que en España, y se anunció que se iba a cambiar en lo sucesivo. Dado que los españoles enseñaron la oración a los habitantes del Nuevo Mundo, algún valor tiene ese uso; pero además las modificaciones alteran lo que era versión literal del latín y casi literal del único texto originario, el griego, salvo el problemático «epioúsion» referido al pan. Yo sigo rezando el Padrenuestro en latín o «more antiquo».
Un aspecto delicado es el uso de la lengua. La oficial de la Iglesia había sido el griego, y desde hace muchos siglos el latín. En la misa quedan restos del hebreo («hosanna», «amén») pero han desaparecido los del griego, los «kyries», sin que se vea motivo suficiente. La traducción de la misa a las lenguas vivas está plenamente justificada, pero no la casi absoluta eliminación de las misas en latín. Esta lengua era la «patria común» de los católicos, y se la podía encontrar en cualquier país. Recuerdo una misa en Nagasaki en que el único no japonés era yo. Y no pude entender una sola palabra. Creo que se deberían conservar algunas misas latinas, al menos ciertas porciones de ellas, que se omiten en cualquier lengua. ¿Cuántas veces se oye el Canon romano, admirable teológica y literariamente?
Y la justificada traducción a las lenguas vivas podría matizarse. Las hay absolutamente lejos del latín; pero hay lenguas románicas muy próximas; había innumerables fieles que no sabían latín para leer a Horacio, Virgilio o Tácito, pero que seguían muy bien el texto de la misa, ayudados por una traducción paralela. ¿No se ha perdido algo?
Y, ¿de qué lenguas se trata? En muchos lugares conviven varias: tal vez una lengua común a una nación entera y otras particulares de algunas regiones. Los criterios religiosos interfieren en ocasiones con «adherencias» o preferencias políticas que no deberían imponerse.
Otra cuestión espinosa es la música. Confieso mi preferencia por las misas en que no se la oye ni se canta. En España, los fieles suelen cantar mal; pero en eso soy tolerante, porque yo lo hacía peor. Lo que no soporto es que en una Iglesia que cuenta con el gregoriano y con la espléndida música del Renacimiento y el Barroco se escuchen canciones ridículas con una música ratonil.
Y una palabra más sobre la predicación. Aquí hay todas las variedades posibles, desde la casi total perfección hasta lo indeseable. Lo decisivo es que sea «religiosa»;que se hable de religión y no de otras cosas, aunque sean interesantes. La interpretación de las lecturas litúrgicas es exigible, y a veces se soslaya para hablar de otras cosas. Hay cuestiones capitales y que afectan a la vida religiosa y moral, que casi siempre se evitan, lo que lleva a una pavorosa incultura y a una desorientación moral que puede ser gravísima. Parece «mala educación» recordar que existe el pecado, que ciertas conductas lo son, que hay responsabilidad y riesgo de castigo. En los funerales suele darse por supuesto que el difunto era un santo y está sin duda en el cielo.
Hay algunos sacerdotes que tienen una incontenible propensión a hablar durante la celebración de la misa. Anuncian lo que van a decir -en vez de decirlo sin más-; comentan lo que han dicho, diluyendo su efecto; añaden, fuera de la homilía, consideraciones que pueden ser discretas pero son superfluas. Al mismo tiempo, se echa de menos la lectura de textos litúrgicos que pueden ser inapreciables.
La omisión de tres palabras en la petición de que Dios nos libre de todos los males -se añadía:«Pasados, presentes y futuros»- me parece una pérdida innecesaria. Era consolador pedir a Dios que nos libre de los males pasados; ni Dios mismo puede hacer que no hayan pasado; pero sí que sean males.
Espero que se perdone mi irreverencia, acaso mi impertinencia; pero es lícito aspirar a la perfección en la medida de lo posible.
Del director
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