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La calidad personal
Estoy convencido de que mi moderado «optimismo», mi convicción de que el mundo no es tan repugnante como a veces parece y muchos admiten, tiene una de sus causas en que el reducido círculo de mis relaciones próximas tiene una calidad muy aceptable, que sería peligroso generalizar.
Y esto no es casualidad. Creo que es decisiva, tanto en la vida personal como en la colectiva, la capacidad -y la voluntad- de «distinguir de personas». Lo primero que se requiere es atención; lo segundo, tomar en serio lo que se ve y obrar en consecuencia. He tenido decepciones, algunas muy graves, a lo largo de mi vida; unas, originadas en no haber hecho suficiente caso de lo que veía, de haber cedido a la opinión dominante, a ciertos prestigios injustificados; las otras decepciones han sido consecuencia de algo con lo que hay que contar: la posibilidad de variación de las personas, para bien o para mal, la capacidad de rectificación o de abandono, de ceder a diversas tentaciones, de rencor.
En la vida privada esto es esencial, y de ello depende en extraordinaria medida el acierto y la posibilidad de alcanzar alguna felicidad. En la vida pública, y sobre todo cuando se vive en democracia, es probablemente lo más importante. ¿En quién se puede confiar? ¿A quién se puede elegir para que ejerza el poder y lo administre, para que dirija nuestros destinos colectivos? ¿De quién se puede esperar talento, cordura, respeto, decencia?
La televisión, tan lamentable por lo general, que en tan inquietante medida contribuye al descenso de la calidad de los espectadores, tiene una ventaja inapreciable: nos muestra los rostros, los gestos, las palabras de muchas personas que pueden influir en nuestras vidas. Se dirá y se dirá bien, que la proporción no respeta la importancia o interés de las presentaciones: aparecen incesantemente muchos que no lo justifican; pocas, o ninguna, algunos a quienes valdría la pena ver.
Cuando veo a alguien que muestra serenidad, corrección, educación, energía, claridad de pensamiento y palabra, siento una oleada de confianza y esperanza; cuando alguna de estas cualidades falta, empieza mi inquietud, mi descontento. Pero cuando aparece en pantalla alguien que miente, que falta a la verdad, que falsea los hechos, por ejemplo la historia, o lo que otros han dicho, que calumnia, mi descalificación es inmediata y decisiva: se trata de alguien de quien no puedo fiarme, en quien no podré depositar la menor confianza.
Algo semejante me inspira quien aparece dominado por el odio, por el rencor, por alguna pasión inconfesable. La grosería, la mala educación, la cólera desatada contra los adversarios -o contra los próximos discrepantes- indica una calidad humana lamentable.
Las «malas compañías» son también perturbadoras. Cuando personas que tienen alguna pretensión de valor e importancia se asocian a las que no parecen decorosas, la condición de estas últimas refluye sobre las primeras.
A veces se advierten cambios poco explicables: tal escritor, investigador, historiador o político, que había mostrado competencia, acierto y prestigio, vuelve la espalda a todo ello y empieza a decir o hacer cosas incoherentes con lo que se podía esperar. Se sospecha que «respira por la herida», que acaso aspiraba a una distinción o un puesto que no ha conseguido.
Si se exigiera «calidad personal», si se tomara en serio lo que se «sabe», lo que se ve, el acierto sería mayor. Hay personas que se ganan mi estimación y mi confianza a primera vista; hay otras a las que excluyo por haberlas visto mentir, insultar, calumniar, descomponerse patológicamente, exhibir un impúdico rencor, o una patente hipocresía.
Imagínese lo que podría ser la realidad de un país si sus ciudadanos tuvieran en cuenta lo que ven, lo que por eso saben, si dejaran fluir en sus actos lo que sienten en su intimidad. Que no ocurre así es notorio: no se puede contar con que el criterio en la vida real sea la calidad personal de los demás -lo cual llevaría, claro está, a velar por la propia, a no dejarla descender, a no venderla por ningún precio.
¿Por qué es así? Las causas son muchas y dispares. Enumeremos algunas. La primera, la falta de atención; muchos resbalan sobre lo que ven u oyen, no acaban de enterarse, no le dan importancia; en segundo lugar, la mala memoria: no se recuerda lo que hizo buena o mala impresión, no se retiene el entusiasmo o la repugnancia que inspiró una actuación ya lejana. Añádase a esto la desorientación cuidadosamente planeada que se está ejerciendo por diversos medios de comunicación sobre la sociedad. Se da por supuesto que «todo vale»;se vierte sarcasmo sobre lo que se quiere desprestigiar; se equipara lo «frecuente» con lo «normal», esto con lo «lícito», esto con lo «moral». El rasgo dominante en el mundo actual no es la inmoralidad sino la desorientación. Por esto es difícil la claridad sobre la calidad de las personas, improbable que se la tenga en cuenta.
No se me oculta que existe otro factor, parcial pero decisivo. Hay un número de personas, sin duda considerable, que son «incondicionales» de una posición, de un partido político, de un medio de comunicación. Para ellos, eso es la «realidad» sin más. No consentirán ver otra cosa. Ninguna conducta, por repulsiva o errónea que sea, los llevará a retirar su apoyo. Hay algunos núcleos de «fanatismo» -esta es la palabra adecuada- con los que hay que contar.
No sería malo contarlos, saber cuál es su volumen. Se vería que son varios, desiguales en volumen e importancia, en intensidad. El papel que estos fanatismos tienen en el mundo actual es evidente; en algunos países todo está condicionado por ellos; en otros, más afortunados, son minoritarios, pero hay el peligro de que se los deje decidir. He hablado en ocasiones del reciente fenómeno de la «opresión de las mayorías por las minorías»; las organizaciones y el poder de los medios de comunicación lo hacen posible.
Con los grupos fanáticos como tales no se puede hacer nada: su condición los hace inaccesibles a toda persuasión; lo único posible es dejarlos reducidos a lo que son, no hacerles el juego. El caso extremo es el terrorismo, sostenido, de manera evidente, por los que lo hacen posible y acuden siempre en su apoyo.
Los fanáticos son algo más: personas. Si colectivamente no se puede hacer nada con ellos, individualmente sí; la verdad, adecuadamente mostrada, se impone; el día que un fanático «duda», empieza a estar salvado, porque su condición es precisamente no dudar. Por eso hay que esforzarse por decir incansablemente la verdad, con la esperanza de que pueda llegar hasta los que tienen como profesión resistir a ella.
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