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Lo que se puede decir

En principio, cualquier cosa. Se invoca con frecuencia la libertad de expresión; la he defendido siempre; más aún, la he usado desde 1933, hace sesenta y cinco años. Hay un dicho popular: «Estirar el pie hasta donde llega la sábana»; desde mi juventud lo modifiqué: «Estirar el pie hasta ver dónde llega la sábana», sin dar por supuestos sus límites.

Se puede decir lo que se quiere, pero ello impone ciertas condiciones. La básica es que sea verdad; si no lo es, ello debe aparejar el desprestigio. Hay la obligación de justificar, hasta donde sea posible, eso que se dice. Y hay que estar dispuesto a que eso sea puesto en duda, objetado, analizado por otros que opinan de distinto modo. Es una norma elemental de toda convivencia en libertad. La libertad de expresión debe ser para todos, y ello incluye la de respuesta, crítica, contraposición, sumisión al criterio de los demás.

Es curioso que produzca escándalo a veces el que traten, se entiendan y colaboren personas o grupos políticos que discrepan profundamente en algunas cuestiones. Esto no tiene sentido: pueden estar de acuerdo en asuntos importantes que afectan a porciones distintas, política o territorialmente, del país. Con una condición que suele pasarse por alto: la discrepancia no tiene por qué ser unilateral. Se da por supuesto que «la oposición» o los partidos que colaboran ocasionalmente con el Gobierno pueden hacer todo género de críticas, reparos y reproches a éste. Pero se olvida que el Gobierno tiene los mismos derechos y puede criticar con la mayor energía posiciones de los demás. Se puede estar de acuerdo, por ejemplo, en los presupuestos, que afectan a la economía total, y considerar inaceptable la interpretación de la realidad nacional o sus partes.

Lo que se dice puede ser manifiestamente falso, y puede y debe mostrarse, sin que esto signifique una hostilidad total y una imposibilidad de colaborar. Hay una visión peligrosa e inadmisible de la democracia, según la cual la única misión de un partido es hacerle la vida imposible a otro y procurar destruirlo. Por el contrario, deberían colaborar en todo lo coincidente, en lo necesario o en lo que es acertado, venga de donde venga.

Y eso que se dice, en ocasiones no es sólo falso, sino delictivo, cuando llega a la calumnia, cuando invalida las leyes que obligan a todos, cuando propone la sedición. La crítica, por dura que sea, no sólo es lícita, sino exigible. Puede llevar a la descalificación, a la repulsa, en caso extremo a la aplicación de las leyes.

Se puede decir lo que se quiera, pero ateniéndose a las consecuencias. Y las primeras deben ser que los demás, en uso del mismo derecho a la libertad de expresión, muestren, por ejemplo, que se ha dicho algo inadmisible, inaceptable, que es un «abuso» de la libertad de expresión, una invasión indebida de la intimidad, de los derechos ajenos, de la realidad histórica. En otras palabras, que, así como los males de la libertad, que me parecen innegables, no se curan suprimiéndola, sino con más libertad, la de todos, que deben ejercerla y no ser manipulados por ciertas fracciones, la libertad de expresión exige su universalidad y no su ejercicio parcial y privilegiado. Y al lado de lo que se dice hay que poner «lo que no se dice».

La omisión indebida es otra forma de intromisión en los derechos ajenos. Me sorprende cómo algunos medios de comunicación no informan, sistemáticamente, de lo que no les gusta. Hay casos en que da la impresión de que se ejerce, invariablemente, un veto frente a algunas personas o asuntos, que simplemente «no existen». Es una censura férrea e implacable, que se prolonga año tras año.

Lo que más me sorprende es que nadie la señala, la pone de manifiesto, pide alguna explicación.

La cuestión de fondo es si los llamados «medios de comunicación» tienen deberes; hacen valer, siempre, sus derechos, pero ¿no hay más? Hace mucho tiempo comenté la pretensión de los periodistas de guardar el secreto respecto a sus «fuentes». Propuse que se aceptara esto, pero con una garantía: que fuese verdad lo manifestado por esas «fuentes ocultas». Sería el equivalente de la figura de «perjurio», tan importante en los Estados Unidos. Se podría ocultar el origen de una información, con tal de que fuese verdad.

A veces, figuras políticas importantes y que pretenden tener prestigio se asocian con otras que carecen de esos caracteres, tal vez para proponer proyectos que van contra el orden establecido y proponen que sea violado. Me pregunto si esto es libertad de expresión o entra en territorios muy distintos y que están previstos en las leyes, empezando por la Constitución.

Antes de que estas instancias funcionen, me parece exigible que se manifieste la «opinión» de los demás, una vez más, la libertad general de expresión. A veces parece que hay derecho a decir lo que es falso, injurioso o ilegal, pero no a decir que eso que se dice lo es.

A veces se oye o se lee que no hay medios legales de impedir conductas abusivas y desleales, por parte de algunas Comunidades Autónomas. Hace mucho tiempo recordé que el artículo 155 de la Constitución prevé y estipula lo que se debe hacer en esos casos. Nadie parece conocerlo ni recordarlo.

A algunos no se les cae de la boca la apelación al «Estado de Derecho». Pues bien, consiste precisamente en eso: en que las leyes vigentes tengan su vigor y por tanto se cumplan. Se invocan con toda razón los derechos -a veces nadie se molesta en mostrar que se trata de efectivos derechos-, pero produce indignación, si no escándalo, que alguien se atreva a pedir el cumplimiento de los deberes.

Esta actitud es la manifiesta violación del Estado de Derecho, la destrucción de la convivencia democrática. Hay partidos distintos y divergentes, que tienen -o deben tener- programas distintos, que proponen a los ciudadanos. Pero hay una zona amplísima de cuestiones en que deben coincidir, porque se trata de problemas comunes y que requieren medidas coherentes. El hecho de que la única misión de un partido sea «oponerse» a otro es una perversión de la democracia. Sobre una amplia zona de coincidencia deben aparecer las discrepancias, las contraposiciones, que se deben discutir, justificar, con hechos y razones, usando la libertad de expresión.

Todo esto puede hacerse en España. Esa posibilidad se ha conquistado penosamente, desde 1976, precisamente poniendo en juego los principios que acabo de recordar. No se me oculta que ha habido y hay eclipses, recaídas, tentaciones. Creo que en este momento se abre ante nosotros una alternativa: conservar o destruir la convivencia en libertad que hemos alcanzado. Si se elige la destrucción, lo menos que puede pasar es que la libertad de expresión lo muestre eficazmente. Las consecuencias reales se podrán ver los días de elecciones.

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