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Más allá de la liturgia

Mi reciente artículo «Quejas litúrgicas de un consumidor», tan modesto, con tan escasa autoridad como absoluta sinceridad, me ha proporcionado una sorpresa que tengo que calificar de agradecida. He recibido, de palabra y por escrito, tantos testimonios de interés, comprensión y abrumadora aprobación, que me impiden responder personalmente, como era mi intención. Pido aquí que se disculpe lo que podría parecer indiferencia o descortesía.

Lo más interesante es que ese mínimo artículo ha despertado una atención que se hubiera creído inverosímil. ¿Resultará que la religión importa más de lo que parece, más de lo que dicen algunos de los que más se expresan, más de lo que ellos y otros quisieran?

Añádase a esto que no se trataba del fondo de graves cuestiones -que he tratado ciertamente en libros y cursos-, sino de menudos detalles de la liturgia, de maneras frecuentes de celebrar los actos religiosos. Por lo visto, hay una aguda sensibilidad para el decoro literario o musical, para la fidelidad de la expresión, para la dignidad que debe acompañar a lo religioso.

El descuido, la imprecisión, las modas injustificadas -acabo de comprobarlo- inquietan o irritan a muchas personas, que oscilan entre la sencillez y la más profunda cultura. Siempre he creído que la religión, al menos la cristiana, es para todos, no para filósofos, teólogos o poetas, y que a todos ellos hay que tener en cuenta, sin espantar con pedantería a los más sencillos, sin ahuyentar con vulgaridad a los capaces de desear y apreciar lo mejor.

Todavía tengo que decir algo más. En los últimos días he oído algunas misas irreprochables, llenas de acierto, dignidad y esmero -porque no se les puede reprochar que sigan algunos usos «establecidos» y que de momento no están en las manos del oficiante-. Incluso en algún caso he podido escuchar algunos de los textos litúrgicos admirables que no oía desde hace bastantes años.

La liturgia tiene mucha importancia. Solía decir cuando era muy joven -hace demasiado tiempo- que era «el espíritu en conserva». Por medio de ella penetra el sentido de la religión en las mentes y en las almas -«alma, palabra gastada», decía Manuel Machado; llena de problemas pero preciosa y que no se puede arrinconar.

A veces, las expresiones que se usan son inquietantes y peligrosas. En ocasiones proceden de un afán de innovación; la vida humana lo es, qué duda cabe; pero hay que ver en qué consiste. Lo que dura largo tiempo -bien lo sabía Aristóteles- tiene mucho en su favor. Expresiones tradicionales, que se han oído y dicho durante siglos, que se identifican con sus contenidos en lo que se llama memoria histórica, que han adquirido una pátina y un aroma semejante al de un viejo vino, dicen mucho y no hay por qué cambiarlas. Una dosis de arcaísmo no estorba; por lo visto, a aquéllos que conservan el arcaísmo en el pensamiento, que no se enteran de los prodigiosos avances que en nuestro tiempo se han alcanzado, precisamente para comprender el cristianismo.

En el Credo, por fortuna se ha vuelto al singular: «Creo en Dios Padre» y todo lo que sigue, frente al plural que estuvo de moda unos cuantos años. No se trata de una «creencia social», sino de un acto de fe personal. Pero se dice de Cristo, del Hijo, «de la misma naturaleza que el Padre», lo que en otros tiempos habría parecido herejía, ya que se distinguen dos naturalezas, divina y humana. El griego es «homooúsios», el latín «consubstantialem Patri». ¿No se puede entender «consustancial» o «de la misma sustancia»? En fin, doctores tiene la Iglesia, y en la práctica no es grave.

Más me perturba que el comienzo del evangelio de San Juan («En arkhè ên ho Lógos», en latín «In principio erat Verbum») se traduzca con frecuencia «En el principio era la Palabra». Ciertamente «lógos» significa palabra; pero entre otras muchas cosas, entre ellas nada menos que razón. La palabra «verbo» estaba cargada de lo que podríamos llamar una aureola semántica que permitía entender. Cuesta trabajo -y es arbitrario- identificar a Cristo con la voz «palabra».

¿Y la Encarnación? «Verbum caro factum est et habitabit in nobis» (muy cerca del griego originario de que disponemos cuando no intentamos inventar). Se oye muchas veces:«La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros». Además de la «palabra», «acampó». ¿Es así? Jesús nació en Belén, recorrió diversos lugares, incluso fue llevado a Egipto, residió más de tres decenios en casas, caminos, ciudades, con familia, amigos, discípulos. ¿Es eso lo que se entiende por «acampar»? Es una vida entera, aunque breve, en el mundo, entre nosotros. Con prodigioso acierto antropológico, el texto antepone el «hacerse carne» -lo que yo llamo la instalación corpórea- al habitar en el mundo -la instalación mundana-. Uno de los argumentos más fuertes a favor de la revelación, de la inspiración divina de estos textos es su perfección, más asombrosa cuanto más de cerca se los mira.

No es buena la situación de la religión cristiana en el mundo actual -no lo ha sido en casi ninguno de los pasados-. Ahora despierta una densa hostilidad organizada -es lo propio de la época- en amplias fracciones de la sociedad, especialmente entre los que tienen eficaces medios de comunicación. Parece aconsejable no colaborar con ellos «desde dentro».

Estoy persuadido de que el pensamiento filosófico de nuestro siglo -quiero decir el que merece llamarse pensamiento y no es una supervivencia, diríamos una «superstición»- es el mejor instrumento intelectual para entender el Cristianismo. He dicho que si algo podría llamarse «filosofía cristiana» sería acaso la del siglo XXI, más que la del XIII.

Pero hay algo más elemental y más eficaz, porque afecta a todos, y es la manera sencilla, inmediata de presentar la religión y vivirla. Nada justifica que esto no se haga «lo mejor posible». ¿Es mucho pedir? Si se hiciera, confío en que al cabo de algún tiempo se tomara la religión con respeto, con estimación, se avanzara en ella hasta sus profundidades, que la mayoría de nuestros contemporáneos ni sospechan.

Cristo no habló para teólogos, filósofos o científicos; y, por supuesto, no para pedantes que saben «dos onzas», como dice Cervantes, de alguna lengua, o de física, o de paleontología. El sermón de la Montaña fue pronunciado ante hombres y mujeres sencillos, en su mayoría analfabetos, y estoy seguro de que lo entendieron muy bien.

Me atrevo a imaginar que se caiga en la cuenta de estas cosas, tan elementales que casi da vergüenza decirlas, y se vuelva a tener familiaridad con lo que hasta hace poco llegaba a la mente de cualquier niño de una escuela europea o americana, y que de paso le proporcionaba una visión del mundo que se echa de menos en los universitarios, sin excluir a muchos de los profesores.

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