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Jorge Manrique
No sé si los españoles de nuestro tiempo leen las Coplas que Jorge Manrique escribió a la muerte de su padre, el Maestre Don Rodrigo. Cuando yo era niño, y todavía joven, eran lectura frecuentísima, y no pocos sabían grandes partes de memoria. He sentido siempre inmensa admiración por ellas. Jorge Manrique (1440-1479) las compuso al final de su vida, es decir, hace algo más de cinco siglos. Cualquier persona de lengua española las entiende íntegramente sin la menor dificultad; se podrían publicar en un periódico. ¿No es esto asombroso? Compárese con un texto de esa fecha en otra lengua europea -salvo el toscano- y se medirá al portentoso grado de perfección y la temprana fijación de nuestra lengua.
Sobre Jorge Manrique di mi primera conferencia en inglés. Lo he contado brevemente en mis Memorias. Acababa de llegar a los Estados Unidos, al comenzar el otoño de 1951, para enseñar en Wellesley College. Pocos días después me propusieron dar una conferencia en la famosa Public Library de Boston, la de Ticknor y Longfellow. En inglés, naturalmente; respondí a mi interlocutor que no lo hablaba -para mí era una lengua de lectura nada más-; me contestó que en inglés estábamos hablando; le hice observar que no era lo mismo. Me aclaró que la conferencia sería en primavera, y ya no tendría problemas. Mi propensión al optimismo me hizo confiar y acepté. Le di un título: «Jorge Manrique: a Spanish View of Life and Death». Pensé que nada mejor que comunicar a los oyentes americanos «una visión española de la vida y la muerte». Lo malo fue que a mediados de noviembre me llamó aquel señor para anunciarme que mi conferencia sería pocos días después; protesté, le dije que era imposible. Había sido un error, se habían mandado las invitaciones, no había enmienda posible. No deseo a nadie lo que fue mi llegada a la Public Library, mi enfrentamiento con un público numeroso y amable. Sabía que si el inglés no es bastante bueno, los oyentes no se preguntan qué ha dicho el orador, sino de qué ha hablado. Dije: «Mi inglés tiene dos meses, y deben tener la indulgencia que se tiene con los "babies".» Se rieron, y pensé que habían entendido. Con las citas de la traducción de Longfellow, seguí impávido, y perdí el miedo a la lengua.
Sería lamentable que se hubiese perdido la familiaridad con este poema maravilloso. No solo es un testimonio de la continuidad del español, «disponible» desde la Edad Media, con poco esfuerzo desde sus orígenes, sino que encierra una capacidad de evocación que sorprende, un lirismo fresco y que llega plenamente a nuestra sensibilidad, una profunda visión de la historia reciente, con extraña conciencia de su significación.
Y algo más: a pesar de la juventud de su autor, una casi incomprensible «experiencia de la vida». Muerto a los treinta y nueve años, ¿cómo la tenía? Había sido testigo de otras vidas más largas; nos ha dejado testimonio de la vinculación a su padre, y esto hace pensar que había hecho suya la experiencia paterna. Pero esto no es bastante. Tuvo que poseer una capacidad de intuición de los pasos de la vida, propia y ajena; del florecimiento, las galas, la belleza de las mujeres, sus vestidos, sus olores, los amores que inspiraban. Sin esto, no se comprendería su prodigioso acierto expresivo:
Las mañas y ligereza y la fuerza corporal de juventud, todo se torna graveza cuando llega al arrabal de senectud.
Se puede atribuir a la enseñanza cristiana bien comprendida y repensada la distinción entre las tres vidas: la corporal y pasajera, la más duradera e importante, la de la fama, y la verdadera y perdurable. Pero hay algo más en las palabras que pone en boca de su padre, cuando la Muerte viene a llamar a su puerta, en la su villa de Ocaña, para anunciarle el final:
Y consiento en mi morir, con voluntad placentera, clara y pura; que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera, es locura.
Recordé estos versos hace muchos años, en la Academia de Medicina de Buenos Aires, en una «mesa redonda» con médicos eminentes, un teólogo y Jorge Luis Borges, y se pudo sentir un estremecimiento de emoción que recorrió la sala.
Se piensa: no se puede decir mejor. Y Jorge Manrique no era un «intelectual», sino un guerrero, todavía joven, autor de una obra no demasiado interesante ni valiosa. Parece como si su realidad entera se hubiese condensado en esas Coplas entrañables, que desde hace medio milenio son parte de nuestro patrimonio. Me escalofría la sospecha de que se pueda perder. Ortega y Gasset dijo una vez, hablando del Poema del Cid, que cuando llevamos dentro sus recios versos heroicos, «nuestro peso moral aumenta».
Así es, y de cosas como éstas se compone nuestra realidad. ¿Es la misma siempre? En modo alguno. ¿Qué es, en cada momento de la historia, el español? Y habría que agregar los que son españoles por sus orígenes, por su lengua, por su múltiple forma de instalación histórica. Y habría que decir cosas análogas del portugués, el italiano, el francés, el inglés, el alemán, el polaco, el ruso, y así por lo menos toda Europa y sus consecuencias. Y, en formas distintas y que no podría precisar, todas las variedades auténticas -las hay falsas, inventadas, amañadas- de la vida humana, de las personas.
Me pregunto, y no tengo respuesta, cuál es la situación al llegar a su final el siglo XX. Sin duda las diferencias son enormes; pero veo, en todo lo que conozco, síntomas inquietantes. En muchos lugares, los hombres son «menos». Esto ha ocurrido muchas veces, y de ahí los desniveles de la historia. Hay ascensos y descensos, conquistas y renuncias, tomas de posesión y abandonos de la propia realidad. Se sospecha que se esté gestando una general decadencia. Tantas cosas son inferiores a lo que han sido hasta hace poco tiempo. Detrás de la jactancia, de la estruendosa proclamación de ficticias «identidades», se percibe un vacío, un desconocimiento de aquello en que podría sustentarse una manera de ser.
Ese poema de Jorge Manrique, que pueden leer todos, que podrían saber de memoria, vale como un símbolo de todo lo que podemos poseer para ser quienes somos y no, como decía don Francisco de Quevedo poco antes de morir, «un vocablo y una figura».
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