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El Siglo XXI como porvenir

De esto he hablado con insistencia, desde diversos puntos de vista, en la Argentina. Dada la ilimitada capacidad de atención y respuesta de este país, tengo la impresión de que muchos han tomado nota de algunas reflexiones sobre el tiempo que ya está tan cerca.

Se habla constantemente del siglo XXI. Cuando se aproximaba el XX, el «siglo futuro» estaba en todas las bocas -quizá no tanto en las mentes-. Cuando yo era muy joven se hablaba de «el año 2000» como algo remoto, casi utópico, y se hacían anticipaciones no muy afortunadas: no se parecían gran cosa a lo que tenemos al alcance de la mano.

Tengo la impresión de que, cuando se piensa en el siglo XXI, no se usa demasiado la imaginación. Lo más frecuente es que se dé por supuesto que va a ser como el actual, aumentado: más técnica, más aparatos electrónicos, más Internet, más «globalización», palabra favorita de estos últimos años, a pesar de la evidencia de que el mundo no es «uno», ni de lejos, que hay varios profundamente diferentes y que no entendemos bien -África es el ejemplo más notorio-. Esos varios mundos están «en presencia», pero no se parecen demasiado; nos importan, hay que contar con ellos, pero como lo que son: algo muy diferente. No se piensa en el siglo XXI como el espacio histórico en que van a vivir casi todos los hombres actuales, al que acaso podríamos lanzar una ojeada los que ya somos viejos. Pero resulta que la imaginación se apoya en la memoria, individual y colectiva, personal e histórica. Y estamos en un momento de alarmante carencia de las dos. La historia es la gran olvidada, la gran desconocida, a pesar de que se la ha indagado mejor que nunca, de que hay excelentes historiadores en muchos lugares. Se sabe lo que ha pasado, lo que ha sido el mundo pretérito. Mejor dicho, se podría saber, si se quisiera. Pero ha sobrevenido la gran manipulación de la historia, en algunos lugares la más extremada suplantación y falsificación. Y esto dificulta la imaginación.

Habría que poseer lo que ha sido y todavía es el siglo XX, glorioso y atroz, lleno de descubrimientos, prodigios, enriquecimientos incomparables. El primero y más universal, la prolongación de la vida humana. Acaso quince años -el espacio de una generación histórica- y en buen estado de conservación. Hombres y mujeres viven mucho más, y sin excesivo deterioro, con posibilidades de enriquecimiento y «recapitulación» nunca alcanzadas. Los avances en higiene, medicina, cirugía, son asombrosos. En general, la técnica -tan humanizadora si se la une a la específica del uso de las técnicas- es una de las glorias de nuestro tiempo. La física, la comunicación, la biología, han avanzado increíblemente -no sin riesgos-. La energía nuclear es la gran promesa, y también, sobre todo ha sido, una gran amenaza. Nunca olvidaré la emoción de ver a unos hombres poner los pies titubeantes en la Luna, el absoluto «allí» convertido en «aquí».

Pero ha habido las dos Guerras Mundiales más devastadoras de la historia, con una destrucción incomparable y múltiple; ha habido los totalitarismos, algo nuevo, consistente en que «todo es relevante» políticamente, lo que ha desencadenado la más completa posibilidad de opresión de la historia entera, los atroces exterminios de pueblos, y esa actitud no ha desaparecido.

En la segunda mitad del siglo han aparecido tres plagas universales: el terrorismo organizado, la difusión de la droga, la aceptación social del aborto.

Todo esto tiene que ser conocido, poseído, absorbido, potenciado o rechazado al enfrentarse con el tiempo que está ya muy cerca. El cambio de situación -y condición- de la mujer en nuestro tiempo ha sido algo decisivo. Dos libros, «La mujer en el siglo XX» y «La mujer y su sombra», he dedicado a ello;y la preocupación por esto me acompaña siempre. Hay que salvar las enormes ganancias, sin comprometerlas por evidentes errores, rencores, torpezas. Se podrá reforzar, intensificar la condición sexuada, la mutua referencia entre el varón y la mujer, la participación en el otro punto de vista, incluso en la otra forma de razón.

Si se mira bien, se ve que los males de nuestro tiempo proceden de un proceso de «despersonalización» que ha sobrevenido. El mundo está lleno de cosas, en parte por la fabulosa creación de riqueza desde el final de la segunda Guerra Mundial -curiosamente, la creación de riqueza tiene «mala prensa»-, pero la consecuencia es que muchos no piensan más que en cosas y se ven como cosas.

Paradójicamente, el pensamiento actual ha ido más lejos que ninguno otro en la comprensión de lo que es persona, algo radicalmente distinto de toda cosa, hecho de realidad e irrealidad, proyectivo, imaginativo, futurizo. Y esa despersonalización nos hace recaer en la prehistoria, amenaza con una decadencia cuyos síntomas son visibles, aunque ha ya esperanza de que se pueda evitar.

Habría que mirar hacia el siglo XXI como «porvenir»; y digo esto, y no «futuro», porque el futuro será, y no es seguro que sea. Es lo que está por venir, incierto, dudoso, que en gran parte depende de nosotros, de nuestra libertad irrenunciable. Es menester revisar las estimaciones y obrar en consecuencia. Reconocer la pluralidad del mundo y sus verdaderas articulaciones, sin ejercer violencia sobre la realidad: regiones, naciones, Europa; y con América, la gran realidad de Occidente, a la que pertenecemos. Y los otros mundos, con la distancia y la solidaridad que merecen y reclaman. Hay que restablecer la pretensión de que cada país sea «el mejor», presente un modelo humano que pueda ser admirable, en una rivalidad que debe ser fraterna y es el motor de la perfección -pretensión que parece estar «vacante».

El hombre ha tenido siempre escasos recursos para sus proyectos; ahora, por primera vez, gran parte del mundo tiene más recursos que proyectos, y el resultado es el aburrimiento, el gran enemigo del hombre, la gran amenaza. Y de esto deriva el «prosaísmo» que afecta a gran parte de la humanidad, la ausencia de un «lirismo» sin el cual la vida decae.

Y la condición proyectiva de la vida humana exige que se proyecte «sin límites», sin aceptar que con la muerte descienda el telón y se introduzca la nada. ¿De qué sirve todo lo que se conoce si se renuncia a preguntarse qué se puede esperar? Si no hubiese nada, todo dejaría de importar, y por tanto nada importaría de verdad, porque sería cuestión de esperar.

Si imaginamos el siglo XXI como territorio en que se va a vivir, hay que analizarlo, sembrarlo de proyec

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