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Fin de verano

Los que tienen larga experiencia de estudiantes o profesores propenden a situar el comienzo del año en octubre, más que en enero. En todo caso, la interrupción del verano, sobre todo el desertizante mes de agosto, en que se cierra casi todo, generaliza esa impresión estudiantil. La vida vuelve a empezar de verdad al comienzo del «curso», aunque no sea sólo ni principalmente académico.

Pasado agosto, conclusas o casi las vacaciones, queda un mes de transición, en que la actividad no es plena, en que se prepara la etapa que ya está cercana. ¿Se prepara? No estoy muy seguro. Sería el momento de hacer balances, de intentar averiguar dónde se está, con qué se puede contar, qué se puede hacer.

Todas estas actividades se pueden resumir en un verbo poco usado, al que se le conceden largas vacaciones de todo el año: «pensar». Cada vez me asombra más la escasez de pensamiento que se observa en todas las dimensiones de la vida, desde la convivencia personal hasta la política o las disciplinas intelectuales.

Se han conseguido algunas cosas; en gran parte se las ha «querido», se ha puesto en juego la voluntad para lograrlas; pero ¿se las ha «deseado»? El número de cosas que procuran y alcanzan, pero no gustan, no se desean, inspiran temor o repugnancia, es extraordinariamente alto. Se comen y beben cosas que no agradan, pero se supone que son excelentes; se ven espectáculos que ni conmueven ni divierten; se leen libros que aburren pero están de moda; se vota a candidatos a quienes no se puede estimar desde ningún punto de vista.

Cada vez doy más valor al deseo, del que brota casi todo en la vida humana; si se lo combina con el pensamiento, con la razón -tan olvidada- el resultado es la salud vital, biográfica más que biológica. Convendría ajustar cuentas con uno mismo al final del verano, antes de entrar en la seriedad que pertenece siempre a la vida, y que la hace valiosa y respetable.

Ponemos la nuestra particular, humilde pero que es lo que tenemos, en algunas manos. Las de los médicos, en los que es necesario confiar; en los técnicos de todos los campos, de quienes depende la marcha de este complejo mundo; de los orientadores, que nos muestran e interpretan la realidad; de los políticos, que rigen nuestro país y, con otros, el mundo. ¿En quienes podemos confiar, a quienes podemos estimar sin engañarnos? Me produce estupor leer resultados de encuestas -en las que por supuesto no creo-, que revelan un total desconocimiento de la realidad. Claro que se trata de «muestras» insignificantes, seleccionadas por los que las elaboran, con preguntas cuidadosamente preparadas que prejuzgan las respuestas. Pero hacen su efecto, influyen en la conducta, su aceptación es su finalidad real. Hay que retener lo que cada uno ha hecho y dicho. Ante una conducta coherente, valiente, inteligente, serena, cortés, hay que sentir admiración y confianza. Ante la desmesura, la grosería, las malas pasiones mal disimuladas, la torpeza, la deslealtad, la respuesta debe ser negativa. Si alguien que parecía discreto, que acaso inspiraba confianza, propone una estupidez, hay que tomarlo en cuenta y revisar la opinión anterior.

Es oportuno reflexionar sobre lo que se pone ante los ojos. Esto tiene un sentido literal cuando se trata de algo tan poderoso como la televisión. Se nos repiten decenas de veces, como si fuesen la actualidad, imágenes ya añejas y sin ningún interés. Imágenes de políticos, jueces, mujeres ávidas de notoriedad y dinero, evidentemente nada estimables, escenas violentas, catástrofes ya pasadas, cadáveres enterrados hace tiempo. Todo eso engendra la impresión de que el mundo es horrible, despreciable, desastroso. Y no lo es: en el mundo acontecen horrores y conductas despreciables, pero eso no agota su realidad, en conjunto valiosa, en ocasiones maravillosa. Esa impresión hábilmente lograda provoca el desaliento, la pasividad, la renuncia a lo bueno y deseable, predispone a la aceptación de todas las manipulaciones. Es algo que va directamente contra la libertad, contra la capacidad de que cada uno de nosotros discierna, distinga, y elija su vida. La operación que estoy proponiendo, que me parece indispensable, requiere algún tiempo.

Hay que hacer memoria, dejar que las impresiones recibidas se sumen en nuestra mente, no se vayan aboliendo a medida que han acontecido. La repetición de lo que se dice o se muestra en una pantalla cien veces hace el efecto contrario: mientras vamos olvidando nuestra propia vida, lo que hemos sentido y opinado durante un año, se cambia por lo que nos imponen mediante la reiteración; al final es eso lo que poseemos, algo que no es nuestro, que ha desplazado a lo propio. Disponemos acaso de un mes para poner la casa en orden, para dejar que se sedimente en nosotros lo que nos pertenece. Es un tiempo para intentar ser nosotros mismos y no lo que algunos quieren que seamos. Hay que hacer el «catálogo razonado» de nuestras estimaciones, nuestras admiraciones, nuestras esperanzas, nuestras decepciones, nuestras repugnancias. Se anuncian películas o libros que nos pueden ilusionar, pero igualmente se nos amenaza con otros que no pueden inspirar más que repulsión. ¿A quién vamos a leer? ¿A quién podríamos votar? Lo esencial es tomar posesión de nuestro mundo en su conjunto. La visión fragmentaria, atomizada, no basta. Y, sobre todo, hay que ejercer la imaginación, mirar hacia el porvenir, representarse los resultados de las acciones individuales.

Yo aconsejaría a los habitantes de algunas regiones que, por una extraña aberración, no piensan más que en sí mismas, a las que nada importa fuera de sus estrechos límites, que imaginaran qué sería la vida en ellas si consiguieran lo que acaso «quieren» -o les dicen que quieren-; entonces podrían ver si lo «desean». Es posible que sintieran terror, a tiempo, antes de que se cumpliera lo que les parecería insoportable.

Y este caso extremo no es más que una intensificación patológica de lo que es un fenómeno general, quizá mundial. La miopía se ha extendido de un modo alarmante. Rara vez se piensa en las grandes porciones del mundo, relativamente homogéneas, con problemas comunes. Menos aún en los otros mundos, para preguntarse qué se puede hacer, sin excluir una posible respuesta: «nada», tan dolorosa como acaso razonable. Porque la decisión de hacer «algo», cualquier cosa, puede llevar el desastre a porciones de la humanidad que están en ese camino de manera aterradora.

Si cada uno de nosotros aprovechara este fin de verano, todavía apacible, con ese mínimo de holgura sin la cual no se puede hacer nada interesante, para prepararse para el curso que se avecina, sentiría una confianza mayor, que podría llegar a eso que el hombre necesita para respirar: entusiasmo.

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