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Orden de magnitud
Uno de los principales factores de desorientación que perturban el mundo entero en estos últimos decenios es la falta de claridad sobre la magnitud real de las realidades existentes, las cuestiones planteadas, la importancia de personas y sus obras.
En los atlas hay mapas generales, empezando por el mapa mundi, que muestran el puesto y el tamaño de los continentes, accidentes geográficos, países y sus regiones, hasta los detalles minuciosos que pueden terminar en planos de ciudades. Para vivir decorosamente, para proyectar, para no errar demasiado, hace falta un atlas, no ya del mundo, sino de la realidad.
Se podría intentar averiguar en qué medida se ha logrado esto en las diversas épocas o en cada país. No me sorprendería que la grandeza hubiese dependido del acierto de esa visión «cuantitativa», que es, claro está, supremamente cualitativa, de lo real. Si se piensa en la historia de España, en la Edad Media, en los dos siglos más o menos áureos, en las vicisitudes de esta perspectiva desde el siglo XVIII, se explican muchas cosas. ¿No ocurrió un cambio decisivo en Inglaterra después de la segunda Guerra Mundial? ¿No es evidente para Francia desde 1960? Se habla ahora, en casi todas partes, sobre todo de minucias insignificantes, de lo que no «vale la pena». Se piensa sobre ello, y por añadidura se piensa muy poco, en un grado que va siendo angustioso.
En gran parte esto procede de los medios de comunicación. Hágase el cómputo de las páginas dedicadas por los periódicos a los asuntos, y se verá que suelen estar en razón inversa de su interés. Lo mismo sucede, en forma todavía más acusada, en la televisión, avara de minutos para todo lo que podría ser de algún alcance, pródiga en horas para informaciones tediosas sobre asuntos minúsculos, tertulias vergonzosas, series de chistes procaces y sin ninguna gracia, «opiniones» de gentes que carecen de ellas, partidos de fútbol que no ahorran detalles y repiten porciones ya vistas.
Algo semejante sucede con los comentarios escritos. A veces se leen en el mismo periódico, acaso en varios, el mismo día, artículos sobre algo -o alguien- que no merece ni una línea, que a nadie importará la semana siguiente. ¿La servidumbre del comentario diario? Es posible; pero veo además una predilección por lo minúsculo, que es inquietante.
La repercusión de esto sobre la política es inmensa. Perdidos en detalles insignificantes, la mayoría de los que se ocupan de ella no dedican atención a los proyectos, a lo que se puede o se debe hacer en el conjunto de un país -o más allá- en el horizonte previsible -pero que no se intenta prever-.
Esto lleva a una confusión sobre la magnitud de los países mismos. La ridícula megalomanía de los «nacionalismos» es la consecuencia más visible, y acaso la más peligrosa. Es menester estar en claro sobre la magnitud real de las diversas unidades sociales. Las regiones -en toda Europa- son realidades con personalidad, de sumo interés, y les corresponde una dignidad en su lugar real que pierden cuando intentan usurpar otro que no les pertenece.
Las naciones son desiguales; en su grado efectivo de nacionalización, en su magnitud, en su historia. Sus horizontes son muy diversos, sus logros, su plenitud, están ligados a su verdadera realidad. Si no la conocen, o no la aceptan, o no la miden con rigor, se exponen a la desmesura o, por el contrario, a quedarse alicortas, por debajo de sus posibilidades y, no menos, de su deber histórico.
Temo que Europa entera está ahora aquejada de desorientación sobre sí misma y sus miembros. Lo cual pone en peligro la imperiosa necesidad de la unión europea, que no alcanza el nivel de promesa e ilusión que debería pertenecerle. Con otros elementos, porque no se puede generalizar, problemas análogos se plantean en América. No digamos en otros continentes, de los cuales no podría opinar con alguna responsabilidad.
Si volvemos los ojos a lo que se llama -un tanto abusivamente- «creación», intelectual, literaria, artística, encontramos situaciones que no son dispares. El primer problema, por ejemplo para un escritor, es «de qué voy a hablar»; el segundo, «qué voy a decir»; lo de menos es lo que sigue. Si se ha pensado lo suficiente, es fácil enfrentarse con las cuartillas en blanco y dejar que se vayan llenando.
Hay que determinar el orden de magnitud de las preguntas que hay que hacerse. Se rehúyen los verdaderos problemas; son muchos los que sienten terror de plantearlos y enfrentarse con ellos. Esto no quiere decir que deban desdeñarse las cuestiones menores, cuyo interés es evidente. Pero es menester situarlas en su lugar, en el puesto que les corresponde. Ortega denominó la obra de Azorín «primores de lo vulgar». Solía tratar, en efecto, de cuestiones minúsculas. Lo que no era minúsculo es lo que hacía con ellas:las ponía en su lugar, las hacía refulgir mediante una recreación literaria prodigiosa, concentrando sobre ellas el haz de luz de su visión penetrante y amorosa, de manera que sobre ellas se acumularan, convergentes, otras cuestiones, otros fragmentos de realidad. Por eso su obra representa acaso el máximo enriquecimiento entre sus coetáneos.
Y si descendemos -o ascendemos, porque es lo más importante- a la vida personal, a las relaciones individuales, a la convivencia, la exigencia de tener claro el orden de magnitud es la más apremiante. Desde la perspectiva de cada uno de nosotros, ¿qué es lo más importante? ¿De qué depende la plenitud de nuestra vida, su acierto, su posible felicidad? ¿Qué es secundario, quizá desdeñable o indiferente? La economía vital, la biográfica y personal, depende de esto. Uso con frecuencia el concepto de «vidas mal planteadas», que son particularmente frecuentes en esta época, probablemente más que en otras. Es notoria la inestabilidad de las formas de vida en estos últimos decenios. Creo que en inmensa proporción es la consecuencia de todo lo que he dicho antes. La acumulación y reiteración de los errores sobre las diversas magnitudes hace difícil mantener claridad sobre la circunstancia personal, y por tanto acerca de la estructura de nuestra vida. Esa claridad es la condición primaria para que la vida tenga sentido, desde lo más íntimo hasta las formas todas de la convivencia y la marcha del mundo. Ese atlas que me parece deseable y necesario tiene que abarcar desde nuestra más recóndita intimidad hasta el globo terráqueo -y acaso el espacio exterior-; y no sólo en su presente, sino en su íntegra realidad histórica, que nos permite lanzar una mirada, insegura pero acaso certera, hacia lo que puede ser nuestra vida.
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