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Impunidad verbal

Observo un incremento de la incontinencia verbal, sobre todo entre políticos, pero también en escritores, críticos, entrevistadores y entrevistados. Y, por supuesto, «contertulios». La mala educación está tan generalizada que apenas sorprende; pero en bastantes casos llega a extremos patológicos. La grosería del lenguaje parece en muchos casos requisito indispensable, aunque revele solamente pobreza léxica e imaginativa.

El volumen de todo esto es tal que reclama alguna explicación. En algunos casos es una especie de patente de corso, un «peaje» que se paga para poder publicar o tener acceso a una emisora o un canal de televisión. O un certificado de nacimiento, quiero decir de juventud, que así invocan los que pueden estar muy lejos de ella pero intentan gozar de sus privilegios.

Creo, sin embargo, que hay algo más, especialmente en el campo de la política, que es donde esa incontinencia puede tener consecuencias más graves. Se trata, si no me equivoco, de una extraña «impunidad» que acompaña la palabra, hablada o escrita. Se dice de algunos -oradores, escritores, directores de cine o actores- que tienen «garra», cuando sería más justo hablar de zarpa o, en otros casos, pezuña. Hay, ciertamente, modelos de rigor, entereza, serenidad y cortesía, que me levantan el ánimo, tantas veces decaído, y me inspiran admiración y confianza. Pero ni siquiera esos ejemplos están libres de ser objeto de los más soeces ataques, de las más intemperantes invectivas.

Dígase lo que se diga, por inaceptable que sea, «no pasa nada»; a eso llamo impunidad. Lo más grave es faltar a la verdad: la mentira es inadmisible, y no puede pasarse por ella y darla por buena. Si se complica con la calumnia, si atribuye injustamente a alguien delitos, complicidades o responsabilidad injustificados, el rechazo debe ser terminante e inmediato. Lo mismo puede decirse de la mentira que afecta a la realidad colectiva, a la historia por ejemplo, objeto preferente de la falsificación.

Las mentiras, por notorias que sean, se echan en saco roto, se leen o escuchan sin pestañear, no traen para el que las emite las consecuencias que serían de esperar. No es «expulsado» de la comunidad de las personas con quienes se puede dialogar; se entablan discusiones, sin reclamar primero la rectificación o la justificación de lo dicho. De este modo, se corrompe y pervierte lo que podría ser el «diálogo», palabra nobilísima de la que tanto se ha abusado en los últimos tiempos. El diálogo tiene sus requisitos, ante todo la veracidad y la coherencia; de otro modo se convierte en su profanación.

Hay políticos que de vez en cuando dicen algo discreto y aceptable; otros, que tienen algún sentido de la convivencia y las normas que la regulan, aprueban y hasta aplauden; al día siguiente, el receptor de esta actitud vuelve a las andadas, falta a la verdad, injuria sin reparo: no pasa nada, no se toma nota de todo ello, para saber a qué atenerse, de quién se puede uno fiar, con quién se puede intentar una colaboración. Siempre se encuentran disculpas para la grosería, la agresión o la mera falsedad; «se le calentó la boca», «era una reunión de partido», «se dirigía a un auditorio propicio». Los oradores suelen tener a su alcance un vaso de agua fresca para apagar los excesos calenturientos; todos los partidos, todos los grupos tienen derecho al respeto, la corrección y, sobre todo, la verdad. Para faltar a ello no hay licencia.

Se hablará de la libertad de expresión: se puede decir lo que se quiere y como se antoja. Sí, pero con el ejercicio de la libertad de los demás, que puede llegar desde el rehusar conversar con los que faltan a las normas inexcusables hasta la ruptura de colaboración a las acciones legales oportunas. Lo que no puede aceptarse es que alguien se despache a su gusto a costa de la dignidad de otros, o de la realidad misma, que es lo más respetable de este mundo, y todo siga como antes, sin sanción ni consecuencia.

Se pensará quizá que todo eso es «cuestión de palabras», a última hora sin mayor importancia. Creo todo lo contrario: las cuestiones de palabras son las más graves y peligrosas. Por mi edad he asistido a la génesis, desarrollo y consecuencias -tan largas- de la guerra civil. Y estoy persuadido de que su causa, más que cuestiones «de hecho», fueron las cosas agresivas, irresponsables, falsas, que se dijeron a ambos lados; fueron las que llevaron a que hubiese dos siniestros «lados» fratricidas y destructores.

A pesar de mi juventud, cuando vi que se trataba de una guerra, mi comentario fue: ¡Señor, qué exageración! Veía que lo que en realidad se ventilaba era incomparablemente menor que lo que se empezaba a hacer; que las pérdidas de todo orden para unos y otros iban a ser de una magnitud de otro orden que lo efectivamente en disputa.

Los que habían de ser «los dos bandos» no podían soportar lo que decían «los otros». Cuestiones de palabras, sí, por las que llegaron a matarse acaso trescientos mil españoles. Se produjo una violenta e irracional intolerancia a la retórica de los adversarios, que se convirtieron en enemigos implacables. En rigor, no a la retórica, sino a su ausencia; a la mala retórica que no era más que propaganda, esfuerzos de manipulación de unas u otras masas sin respetarlas, profanándolas. Y ello consistió ante todo en la transformación de las personas en «masas» ciegas, manipulables, que llegaron a actuar como autómatas.

Lo que hizo posible el asombroso acierto de lo que se llama la «transición», el paso sin violencia ni odio de una larga situación insostenible a otra profundamente distinta fue la calidad de lo que se dijo. Con pocas excepciones, que pronto quedaron reducidas a sus proporciones reales, se habló con mesura, corrección, miramientos, respeto a la verdad. Desde las palabras del Rey en los primeros momentos hasta la conducción del enorme proceso de transformación, la veracidad y la cordura imperaron. Valdría la pena recordar todo esto, tan olvidado deliberadamente por los que entonces intentaron otra cosa y se ahogaron en un mar de libertad y sentido común.

Ya entonces surgieron «cuestiones de palabras», cuyo peligro percibí bien pronto, apenas pronunciadas, porque me inquietaba su falsedad, y la realidad es lo más tenaz, porque «no desiste». Hubo muchos que no dieron importancia a esas cuestiones de palabras, y censuraron acremente que me parecieran decisivas. La experiencia ha confirmado que era así. Los problemas más graves que nos agobian, los que oscurecen un horizonte que en realidad está abierto y es prometedor, vienen de aquellas cuestiones de palabras que se deslizaron aviesamente ante la indiferencia de muchos y la complicidad de algunos, que ahora fingen olvidar, como si no fuera evidente que les dieron curso y les permitieron alcanzar la gravedad que hoy parecen lamentar. Ahora rebrotan algunos de los impulsos de otras veces, que nos han llevado a situaciones indeseables. Estamos a tiempo de dar a las palabras la importancia que tienen, levantar la impunidad para lo inaceptable, extremar la veracidad, el rigor y la cortesía. ¿No podrá recobrarse la mesura y gravedad de los españoles del Siglo de Oro?

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