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Periódicos

Mi interés por los periódicos, mi relación, pasiva o activa, con ellos data de casi ochenta años. Al final de la Gran Guerra o Guerra Europea, frecuentaba las revistas ilustradas, las fotografías bélicas, las hazañas del crucero Emden, leía algunos cuentos de espionaje, recuerdo muy bien uno de Prudencio Iglesias Hermida. Muy pronto leí ABC, muchas veces, aparte de la información, la sección de artículos «Chispas del yunque», de José Ortega Munilla; como murió en 1922, esto muestra la precocidad de mi lectura; por entonces escribía Melitón González, cuyo nombre real era, según creo, Pablo Parellada. Durante mis años de estudiante leía además «El Sol» -admirable periódico, que fue posible durante veinte años, desde 1917 hasta su defunción en 1936-.

En «El Sol» apareció mi primer texto impreso, en 1933: el prólogo al Diario que escribí sobre el Crucero universitario por el Mediterráneo, organizado por mi Facultad de Filosofía y Letras. Desde entonces, buena parte de mis escritos se han publicado en revistas o diarios, en una sucesión bastante compleja, porque algunas de estas publicaciones han perecido, y además siempre he estado dispuesto a marcharme de cualquier lugar en que no me he sentido cómodo.

Tengo la impresión de que en estos momentos los periódicos sienten inquietud y con ella la necesidad de transformaciones. El descenso de calidad es evidente en todos los países que conozco. Hubo una brusca declinación hace cosa de treinta años; al cabo de unos cuantos se inició una recuperación que no alcanzó el nivel anterior. Ahora ha vuelto a producirse un fenómeno análogo, aunque de caracteres y orígenes distintos. Algunos periódicos que habían alcanzado excelencia, están lejos de lo que hace poco habían sido, sin que esto parezca inevitable.

Hay cierta confusión o vacilación acerca de lo que debe ser un periódico. Han crecido en volumen, muchos se han vuelto incómodos. El mal papel, el pobre entintado, el uso de tipos minúsculos, hacen penosa su lectura, a veces imposible. Quizá para compensar esto, ofrecen «anejos»: múltiples suplementos, que suelen consistir en publicidad, diversos obsequios. En esto se parecen a los Bancos, con sus tentadoras ofertas. De un Banco se espera que sea solvente, que realice sus funciones con rapidez y rigor, que vele por los depósitos; con eso basta, sin otras «seducciones».

El lector de periódicos aspira a estar bien informado. Pero resulta que las «noticias» son añejas: todo el mundo las ha recibido bastante antes, en la radio o, acompañadas de imágenes, en la televisión. Casi nadie lee las largas columnas dedicadas a lo que ha pasado -o, a veces, no ha pasado-. Creo que los periódicos deberían dar la información de modo conciso y escueto, sin los detalles ya conocidos. En cambio, se echa de menos la presentación de los antecedentes de la noticia, el marco dentro del cual adquiere su sentido y es inteligible. Rara vez aprovechan el privilegio de su continuidad para informar de las secuelas, para que sepamos qué pasó después, en qué paró aquello.

La primera condición de un periódico es la veracidad; no se puede permitir la falsedad, la tergiversación, la torsión mediante titulares tendenciosos, confiando en que es a veces lo único que se lee. Se habla siempre del derecho a< la información, pero casi nunca del deber. Hay periódicos, que pueden llamarse independientes, que omiten constantemente informaciones que son «debidas», con una extraña censura interna que puede ser un veto.

Una forma particular de veracidad es dar a las informaciones la importancia justificada. Cuando esto no se tiene en cuenta, se produce una «deformación» de la imagen de la realidad que los periódicos transmiten. Es cuestión delicada, en la cual caben diferencias de criterio, pero si se rebasan los límites lícitos, el resultado puede ser una falsificación.

Un lastre que pesa sobre casi todos los periódicos es la influencia de los «compromisos» que pueden ser políticos, de empresa o por relaciones personales de los que los regentan. Para escribir en los periódicos es menester saber escribir, la ausencia de esta capacidad es con frecuencia penosa. Hay artículos que nadie lee -pueden ser de personas famosas-; se decía que si algunos colaboradores decían algo particularmente agresivo sobre la madre del jefe del Estado en la segunda columna del artículo, no pasaba nada, porque nadie llegaba a ella. Es aconsejable que, además de saber escribir, se tenga algo que decir, si se quiere evitar ese riesgo. No sé si los que dirigen los periódicos tienen idea de la frecuencia con que son leídos los diversos textos que publican. El mayor valor de los periódicos reside en su continuidad. Lo que se dice un día tras otro se va depositando en la mente y en la memoria de los lectores habituales. Es la ventaja, en igualdad de condiciones, del periódico antiguo sobre el nuevo. Lo que asegura esa ventaja es el prestigio, que se adquiere con talento y esfuerzo, y que se puede perder. A veces, por una manía, una debilidad, un compromiso oneroso, la creencia de que alguien, por hacer ruido, es importante.

Todo esto puede parecer de alcance limitado, en la época de los recursos técnicos, realmente fabulosos, de los procedimientos de comunicación, del predominio de la imagen, del notorio poder de la televisión. Creo que el periódico sigue teniendo extraordinaria importancia, acaso mayor que en otros tiempos, disminuida por la escasez de grandes periódicos verdaderamente valiosos, por la inseguridad de los que lo han sido, por la renuncia que con frecuencia hacen de sus mejores posibilidades.

Los periódicos tienen, como he recordado, la fuerza de la continuidad, frente al influjo decisivo pero fugaz de la televisión. La formación de la opinión, la posibilidad de que las múltiples opiniones privadas se conviertan en opinión pública, es consecuencia, en parte decisiva, de los periódicos. Que esta opinión sea acertada y duradera, positiva y no destructora, enriquecedora y no degradante, depende de la calidad. El destino de los países depende en grado sumo de la existencia de periódicos estimables, inteligentes, decentes, atractivos.

Necesitan, claro está, independencia real y no meramente nominal. Pueden tener una u otra orientación, con tal de que ello esté subordinado a la verdad. Hacen falta periodistas, delicada profesión, nada fácil y que tiene múltiples exigencias. Su falta o su inadecuación pueden hundir lo que podría ser eficaz y valioso.

En España, más que en casi todos los países que conozco, son decisivos los colaboradores, distintos de los periodistas y de los que se llaman columnistas. Una tradición de más de siglo y medio ha hecho que escritores de diversos géneros, autores principalmente de libros, hayan escrito normalmente en periódicos, en ocasiones series de artículos que se han convertido en libros ilustres. Éste es el rasgo más original de los periódicos españoles, y de él depende su figura pública, su personalidad, en buena medida su permanencia.

Una revisión a fondo de lo que son los periódicos, con una mirada crítica a lo que han sido y una imaginación exigente acerca de lo que pueden ser, contribuiría, mucho más de lo que se cree, a que las posibilidades reales experimentaran una dilatación fecunda. Si pudiera leer un par de periódicos que cumpliesen estas condiciones, me sentiría más seguro y, sobre todo, más esperanzado.

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