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San Dámaso I
Un papa español. Nació en Roma de padres españoles, y fue educado en el servicio de la Iglesia. Su padre recibió el presbiterado después de haber contraído matrimonio. Sabemos que su madre se llamaba Lorenza y su hermana Irene. Diácono al servicio de Liberio, al que acompañaba en Milán, estuvo también al servicio de Félix para retornar al del papa cuando éste regresó. A la muerte de Liberio (24 septiembre 366) estallaron revueltas en Roma, pues los partidarios del difunto, en minoría, eligieron y consagraron al diácono Ursino, mientras que la mayoría, a la que se incorporaban los partidarios de Félix II, aclamaban a Dámaso. Durante el mes de octubre vivió Roma un clima de guerra civil, con numerosos muertos; finalmente Dámaso y los suyos, dueños de Letrán y de Santa María la Mayor, consiguieron expulsar a Ursino. El apoyo de la corte imperial permitiría a san Dámaso afirmarse en el poder, aunque los ursinistas difundieron entre los obispos italianos muchos informes y noticias desfavorables; el año 371 un judeoconverso, Isaac, llegaría a presentar una acusación criminal ante los tribunales del Imperio, pero intervino el emperador y Dámaso fue absuelto. Este proceso sirvió para que la Iglesia adoptara importantes cánones en materia de justicia: a partir del 378 Roma es considerada por todas las Iglesias occidentales como tribunal de apelación o de primera instancia, según los casos, mientras que los tribunales episcopales tendrían jurisdicción en todas las materias relativas a la fe y las costumbres, quedando a las autoridades del Imperio únicamente la ejecución de las sentencias que por aquéllos fuesen dictadas.
Esas dificultades iniciales no impiden que el pontificado de san Dámaso sea importante y fecundo. De las construcciones, destinadas a hacer de Roma una ciudad cristiana, es buena muestra el trazado actual de San Pablo Extramuros. Buscaba deliberadamente levantar el nivel cultural de la Iglesia. Inspiró la legislación de Valentiniano I (364-375), Graciano (375-383)y, sobre todo, Teodosio (379-385). Contribuyó a un acercamiento entre la vida cristiana y la sociedad romana, mostrando con sus maneras aristocráticas que no había ninguna incompatibilidad entre ellas. De este modo hacía aparecer las corrientes heréticas como el arrianismo, el apolinarismo (que atribuía al Espíritu Santo el papel de alma humana de Jesucristo), el sabelianismo dualista o el macedonianismo (que rechazaba la naturaleza divina del Espíritu Santo) como amenazas contra el orden social. La ortodoxia era el verdadero término de llegada del rico pensamiento helenístico y así combatió todo rigorismo, como el de los discípulos de Lucifer de Caglari, y propugnó frente al priscilianismo una actitud más moderada que la de sus jueces. En suma, el cristianismo tenía que convertirse en el nuevo elemento integrador de la sociedad y por ello no veía inconveniente en acudir a las autoridades imperiales cuando se trataba de corregir desviaciones.
La búsqueda de la unidad. Esa unidad integradora, en opinión de Dámaso, estaba íntimamente vinculada al reconocimiento del primado de Roma y no por razones políticas, sino porque así lo había dispuesto Cristo al entregar a Pedro los poderes para atar y desatar. Su principal éxito fue alcanzado cuando Teodosio (27 de febrero del 380) declaró la fe cristiana como religión oficial del Imperio, tal como la recibieran los apóstoles y ahora Dámaso y Pedro de Alejandría la sostenían. Roma era, pues, fiel custodia de la ortodoxia. En asuntos que le parecían de importancia, Dámaso no cedía: en la sede de Antioquía apoyó a Paulino, riguroso niceano, frente a Melecio, partidario de ofrecer concesiones, y aunque aquél representaba a un grupo minoritario, consiguió hacerle triunfar.
Se reunió el concilio ecuménico en Constantinopla (381) para clarificar definitivamente la doctrina de un Símbolo de Fe que precisaba aún más que el de Nicea. Pero cuando los legados pontificios habían abandonado la ciudad, se aprobó un canon que reconocía a Constantinopla –la «nueva Roma»– un honor semejante al de la «vieja Roma». Dámaso se negó a confirmar las actas aunque no el Símbolo. Estaba surgiendo la importante fisura: los orientales, esgrimiendo razones políticas, parecían dispuestos a admitir una primacía de honor de Roma sobre toda la Iglesia, y de jurisdicción sobre Occidente, pero haciéndola depender de su capitalidad en el Imperio; por esa misma razón debía recaer ahora sobre Constantinopla una primacía sobre Oriente. Dicha fisura nunca se cerró por completo y acabaría generando la división. Hay un trasfondo en el entusiasmo con que Dámaso se lanzó a su tarea de construcciones –por ejemplo San Lorenzo in Dámaso– y de afirmación del culto a los mártires: no era la Roma pagana la que daba gloria al mundo, sino la cristiana, fertilizada por la sangre de los que murieron por su fe. Reorganizó los archivos y las actas y puso a san Jerónimo al frente de su secretaría. La obra fundamental de este santo fue proporcionar una versión latina de la Biblia, la Vulgata, heredera de la de los Setenta y considerada como texto fehaciente para todo el Occidente.
El papa era ya un gran poder. No sólo por la riqueza acumulada y por su influencia social que le permitían asumir poco a poco la administración de Roma, sino porque en medio de la general decadencia urbana, que se acentuaría durante siglos, estaba surgiendo la gran ciudad cristiana, centro intelectual y artístico al servicio de la fe. Dámaso contribuyó a ello con textos litúrgicos, obras poéticas y un tratado que cantaba las excelencias de la virginidad. Sus restos mortales, depositados primero en una pequeña iglesia de la vía Ardeatina, fueron luego inhumados en San Lorenzo in Dámaso.
Ursino o Ursicino, que figura en los registros como antipapa, retuvo hasta el día de su muerte la pretensión de ser el verdadero electo. Sus partidarios, especialmente los diáconos Amancio y Lupus, combatieron a san Dámaso con todas sus fuerzas, sin detenerse en las graves calumnias. El emperador Valentiniano II (375-392) encomendó al prefecto de la ciudad, Praetextatus, que buscara una fórmula de paz, repartiendo el territorio entre ambas facciones, pero los ursinistas consideraron esta decisión como una victoria y causaron en los años 367 y 368 tales desórdenes que las autoridades civiles se vieron en la necesidad de intervenir, prohibiéndoles la estancia en un radio de veinte millas en torno a Roma, luego ampliado a cien. Es evidente que dichas autoridades se resistían a intervenir en un asunto que quedaba fuera de su competencia (las condiciones que debe reunir un papa para ser considerado legítimo) y, aunque apoyaron a Dámaso, se negaron a tomar medidas contra su rival. El conflicto se apaciguó tras la muerte de Dámaso (384).
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