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Rosa Chacel (1898-1998)

Conoci a Rosa Chacel en Buenos Aires, en 1952. Desde entonces hasta hoy he escrito sobre ella muchas veces, con distintos motivos, desde diferentes perspectivas, con la misma admiración. Si tuviera que dar una «definición» de ella, diría:una niña precoz de Valladolid casi centenaria.

En 1969, al presentar su extraordinaria novela «La Sinrazón», comenté la sorpresa de que fuera casi desconocida en España. Intenté explicarlo recordando la perspicaz afirmación de Dilthey:«La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter». Los tres factores habían intervenido en la realidad y la imagen de Rosa Chacel.

La definición de ella que propongo debe tomarse al pie de la letra. Fue una niña de extraña precocidad, inteligente, observadora, perspicaz, «lechucita». No fue a la escuela ni a ningún colegio, sino que estuvo en casa, educada por sus padres. Todo eso en Valladolid, donde se nutrió de la vida de provincia y de la lengua española en estado de esmero y pureza, lo que fue su gran tesoro, la clave de su literatura. Y llegó casi al siglo sin cambiar demasiado, como una niña voluntariosa y malcriada, arbitraria, llena de caprichos, con esa mirada implacable de los niños inteligentes y madurados antes de tiempo.

Por eso, su mejor libro, el más interesante de cuantos escribió, es «Desde el amanecer», la historia de sus primeros diez años de Valladolid, antes de que su familia se trasladara a Madrid. Creo que en ese libro es donde se la encuentra, donde fue más fiel a sí misma.

Rosa Chacel fue una escritora lenta, lentísima; por eso había escrito muy poco cuando sobrevino la guerra civil y con ella las grandes perturbaciones nacionales y personales, las largas residencias fuera de España, en Francia, el Brasil, la Argentina, Nueva York, los regresos a España, transitorios primero, definitivos después. En los últimos años se «aceleró» como escritora, por presiones y solicitudes, acaso por ampliar una obra más bien escasa para tan larga vida. Acaso fueron tentaciones a las que en ocasiones cedió. No hablemos del riesgo que corren casi todos los autores muertos, de que se convierta en «obra» suya todo papel que se puede encontrar.

Rosa Chacel ha sido una escritora admirable, y lo que es más, insustituible. Quiero decir que no tenía equivalente, que no era «uno más» de los autores de su generación -y no solo, ni primariamente, por ser mujer, aunque esto también es decisivo-. Su lengua es de extremada calidad; esto era exigido cuando empezó a escribir, pero nunca renunció a ello, incluso cuando hubo licencia para maltratar y aun mancillar la lengua, e incluso se consideró un mérito. Por eso su prosa tuvo siempre singular perfección, tal vez excesiva para el gusto dominante en varias fases, lo que explica el desvío con que fue acogida su literatura en su inicial vuelta a España. Sus versos, más copiosos de lo que se cree, eran también de rara perfección, más perfección que poesía, como podría decirse de los -sin duda espléndidos- de Borges.

Tenía, algo a contrapelo de su generación, vocación de narradora. Lo primero que escribí sobre ella se titulaba «Camino hacia la novela»; la veía con ese destino inevitable, y así fue. Esto la obligó a poner en juego la imaginación, «la facultad más sustancial» según Unamuno, a quien siempre admiró, como a Ortega, Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna -buenas compañías.

Esa imaginación concentrada, minuciosa, refrenada, podríamos decir, la hizo evitar todo «realismo» -he dicho que los realistas engañan a la realidad con las cosas- y recoger, a su modo, la herencia de la novela de Unamuno, tan innovadora; unido esto al magisterio intelectual de Ortega, de quien procedían los instrumentos para su rigor.

La idea orteguiana de la novela como género «moroso» sirvió de acicate, y acaso justificación, de su propia propensión. No solo en su novela, probablemente demasiado larga y largamente elaborada, «La Sinrazón», o en «Teresa», inspirada en la biografía de Teresa Mancha, sino también en las breves, como «Memorias de Leticia Valle» o hasta los cuentos.

Esa imaginación la llevó a inventar personajes, en ocasiones traslaciones literarias de personas reales y conocidas, pero siempre transfiguradas, que no podían -o en todo caso no debían- reconocerse. Y algo más, que me pareció desde el comienzo un rasgo original y valioso de su imaginación: la capacidad de trasladarse al punto de vista de los animales, de convertirse provisionalmente en animal y «ver» lo real desde esa perspectiva.

Olvidamos demasiado que somos animales. He insistido siempre en la radical distinción de la persona, irreductible a toda otra forma de realidad, que es lo que se está intentando hacer, ya desde el siglo XVIII, desaforadamente en los últimos decenios; pero defino al hombre como «el animal que tiene una vida humana»; es decir, no olvido la animalidad, transformada de manera radical por la vida humana, por la fabulosa irrealidad que introduce la condición personal. Por eso admiro las «incursiones» de la persona Rosa Chacel en el «subsuelo» animal, que es precisamente lo que sólo puede hacerse desde la vida humana.

Desde el punto de vista estrictamente intelectual, desde el ámbito de las«ideas», de las «opiniones», se podría definir a Rosa Chacel como una curiosa combinación de agudeza y arbitrariedad. Era enormemente perspicaz; miraba con atención las cosas, descubría en ellas aspectos nuevos, vetas recónditas; no sentía demasiado la necesidad de justificar lo que decía, porque su vocación no era propiamente «teórica». No era posible estar siempre de acuerdo con ella, pero convenía tenerla en cuenta, porque lo que veía era enriquecedor.

Mi amistad con Rosa duró cuarenta y dos años; a ella se incorporó Lolita en los muchos años de España. En la mayor parte de ese tiempo solía venir a nuestra casa los domingos, y las conversaciones, a veces con sus hijos, con algunos de los nuestros, con amigos comunes, eran interminables. Creo que a todos nos enriquecieron, y tengo nostalgia de ellas.

Tengo mucha estimación por las cosas que «pasan» sin dejar más huella que la que se deposita en nuestras vidas, sin ninguna fijación mecánica, que suele falsearlas. He hablado incontables horas con Ortega, sin que se me haya ocurrido nunca tomar ni una nota de lo que llamó una vez, con frase de Schlegel, «unendliches Gespräch», diálogo infinito. Hay cosas, acaso las más valiosas, destinadas a «pasar», es decir, a acontecer. Eso es nuestra vida.

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