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La convivencia y sus límites

Es muy posible que me equivoque, pero tengo la impresión de que la vida pública española está iniciando un giro hacia lo mejor. No se trata de tal o cual hecho aislado, incluso importante. Lo que creo percibir es un sentimiento difuso de que hay demasiadas cosas que se hacen innecesariamente mal, y que el resultado viene a perjudicar a todos. Es algo vago y profundo, que puede afectar a los estratos desde los cuales se vive, y por eso puede tener importancia.

No se me oculta que en España hay multitud de opiniones, de muy desigual valor y alcance. Cierto número de ellas me parecen erróneas y por tanto peligrosas, y a ello hay que resignarse, a reserva de intentar mostrar el error o las posibles consecuencias. Como una de las condiciones capitales de la convivencia, si no la mayor, es la libertad, hay que aceptar esa variedad de actitudes, tesis y propósitos y su expresión.

Con un requisito básico y absolutamente necesario: que no destruyan la concordia. Pero nada es más peligroso que confundir la concordia con el acuerdo. No es menester estar de acuerdo, se puede discrepar enérgicamente, incluso sobre asuntos graves. Con tal de que no se rompa la concordia, la decisión de vivir juntos.

Más aún que decisión, yo diría la instalación en la convivencia; la decisión debe referirse a su defensa contra el que intente romperla. El que se lo proponga debe ser considerado como «enemigo»; los demás no deben pasar de «adversarios», con los cuales se convive y se puede discutir interminablemente, desde las palabras hasta los votos cuando hay elecciones.

Mientras la concordia y la convivencia se mantienen, todo puede marchar bien; se pueden cometer errores, pero tienen remedio; se pueden corregir, o al menos compensar, quizá con otros errores de otro signo. Lo malo es cuando se cometen siempre en la misma dirección, que es lo que pasa en las tiranías y los totalitarismos, que a veces se disfrazan con un ropaje democrático.

La exigencia primaria de la concordia es la veracidad. Acabo de decir que las opiniones son múltiples y pueden ser erróneas; si son errores sin más, visiones desacertadas, omisiones de algo que se pasa por alto, exageraciones de algo verdadero, la veracidad no padece gravemente y tiene remedio: se puede mostrar el error y hacer que se corrija y rectifique. Otra cosa es la mentira, la desfiguración deliberada y consciente de la verdad, la perversión de la palabra. Esto hace un daño irreparable, viola los derechos de la realidad, causa heridas incurables a la convivencia. Si se examinaran con algún detalle los grandes males que han afligido a la humanidad, se vería cómo en su origen está casi siempre la mentira.

Otra condición imperativa de la convivencia es la voluntad de no hacer daño. Se pueden defender los propios intereses, intentar que las cosas se orienten de modo favorable a ellos, alcanzar poder e influjo, anteponer lo propio a lo ajeno. La imperfección humana hace que otra cosa sea ilusoria. Pero lo inaceptable es hacer daño a los demás, procurar su mal, no sólo impedir su triunfo, sino herirlos y empeorar su situación.

Rara vez se tiene en cuenta esto; por ejemplo, se llevan a cabo acciones que desencadenan graves males -acaso de consecuencias imprevisibles-, pero que hay la obligación de prever. Son imprevisibles desde la mala fe, desde la voluntad de no verlas, de «salirse uno con la suya», pase lo que pase.

Otra condición de la concordia y la convivencia es la reducción al mínimo de la agresividad. Hay gentes que no pueden hablar sin agredir, insultar, calumniar. Hacen profundas heridas personales, que suelen enconarse y dificultar la convivencia. A esas palabras se suele responder con otras igualmente exasperadas y agresivas, y ése es precisamente el principio de la discordia.

Siento enorme estimación y admiración por las personas que unen la entereza a la serenidad, a la cortesía, que no entran en el juego, cuando es un juego sucio. El desmelenamiento, la voluntad de zaherir y ofender es indicio inequívoco de no tener razón, y saberlo.

¿Qué se puede hacer? Ante todo, respetar escrupulosamente las exigencias de la convivencia, no faltar a ellas con ningún pretexto, medir las responsabilidades que ello entrañaría. Si las personas empezaran por respetarse a sí mismas, les sería fácil respetar a los demás. Es evidente que los que no lo hacen descubren un profundo desprecio por ellos mismos, que fermenta en su interior y segrega agresividad externa, expresión manifiesta del descontento.

Pero es notorio que existen y se cometen frecuentes violaciones de la veracidad, de la abstención del daño directo -diríamos innecesario-, del respeto. ¿Es forzoso responder a ello con la misma actitud? Si se hace, se ha entrado en la pendiente fatal. ¿Hay que resignarse y aceptarlo? No me parece inevitable.

El remedio podría consistir en evitar la tosquedad mental. Hay que distinguir. Esas conductas indeseables, extremadamente peligrosas, suelen concentrarse en pequeños núcleos o en personas individuales. Puede haber, por ejemplo, un partido que sostenga posiciones acertadas o erróneas, (pero a las que tiene derecho y que lícitamente defiende) pero acaso una fracción de él, o alguna persona individual, se comporta de manera inadmisible, miente, calumnia, insulta, desbarra. Con él no se puede tratar, porque no se comporta como una persona civilizada, y eso no es exigible. Si esto se hiciera, con inmejorable educación y total energía, sería sumamente eficaz. Plantearía un problema al grupo, acaso al partido correspondiente, que sentiría las consecuencias de esa repulsa. Empezaría a hacer cuentas, a preguntarse si era representado o traicionado por esos comportamientos. Es posible que se iniciara una corrección que sería beneficiosa para todos.

He puesto un ejemplo político porque es lo más visible y porque salimos de un período electoral; pero esto mismo puede generalizarse a la literatura, al arte, al deporte, a todas las formas de la convivencia.

Se trataría de hacer las cosas bien, en todo caso lo mejor posible. Tengo una larga experiencia de este viejo pueblo que es el mío, conozco apreciablemente su historia y he sido testigo de una considerable porción de ella. Creo «auscultar» lo que está pasando en los estratos más hondos de España; en otras ocasiones lo he hecho, y puedo atestiguar documentalmente una porción de acierto. Con antelación de varios decenios he advertido cambios que todavía no eran visibles. No estoy nada seguro -he definido siempre al liberal como «el que no está seguro de lo que no puede estarlo»-, pero si tuviera que apostar, lo haría por una torsión de España hacia lo mejor. ¿Por qué no intentarlo? Quiero decir todos, cada uno de nosotros. Otra cosa no sirve.

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