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La palabra hablada y la palabra escrita
Acabo de terminar un breve libro. He escrito la última página y me he quedado pensando en lo que había hecho. El asunto del libro era el de un curso de conferencias que había dado el año anterior. El contenido, bastante semejante; las ideas expuestas verbalmente reaparecían en otra forma.
¿En otra forma? Ciertamente. Tengo aversión a las conferencias leídas; pienso que sólo se justifica reunir a cierto número de personas para que asistan al nacimiento de algo nuevo; si ya está todo pensado y escrito, ¿por qué no leerlo cómodamente en un sillón de la casa propia? Suelo definir una conferencia como «una improvisación bien preparada». Hay que pensar largamente de qué se va a hablar, lo que se va a decir; pero luego se dice algo nuevo, imprevisto, con una forma que se origina en el acto mismo, en vista de los oyentes, en diálogo silencioso con ellos.
Hasta hace algún tiempo, llevaba conmigo un breve guión, unas cuantas líneas para recordar los puntos que se debían tocar, y su orden. Hace ya unos años prescindí de todo papel, «un desafío al Alzheimer», dije en broma.
Una conferencia leída suele ser aburrida:le falta novedad, dramatismo, el riesgo de que el que habla se quede cortado y no sepa cómo continuar. Pero además, y esto es decisivo, no se entiende bien. La estructura de la frase escrita es apta para ser leída, visualmente; no para el oído, que se adapta admirablemente a la expresión hablada. No digamos si se introducen «enumeraciones». El oído no permite la percepción simultánea, la «sinopsis»:a medida que se van oyendo los términos de una enumeración se van olvidando.
Cuando se habla, el oyente siente que le hablan a él, que es el destinatario de lo que oye. Por eso está alerta, despierto, y por eso se entera, comprende y retiene lo que ha escuchado. Habría que hacer el balance de lo que se recibe de conferencias, cursos, de toda enseñanza.
Escribir es una operación enteramente distinta de hablar. Requiere una actitud mental diferente, un «temple» independiente y sobre el cual no hay demasiada claridad. Se cuenta que Picasso decía: «Yo no busco; encuentro». Esto se ha interpretado a veces como jactancia o soberbia. Creo que era una simple descripción de los hechos. El escritor -no tengo ninguna experiencia de la actividad del pintor- no busca las palabras; las llama, y éstas vienen si se las ha llamado desde la actitud adecuada.
No es fácil escribir. Cuando se va a decir lo que se ha pensado -lo que se cree haber pensado-, se descubre que no basta, que hay que seguir pensando para poder «decirlo» de manera digna y eficaz. Y cuando se dispone uno a escribir lo que de palabra había dicho, resulta que tampoco era suficiente. La tarea no ha terminado; lo que parecía logrado requiere más rigor, agudeza, precisión. Estaba a medio hacer.
Y esto plantea la cuestión de los géneros literarios, es decir, de las formas y vías en que se «engendran» los escritos. Un artículo de periódico, destinado a ser leído íntegro en unos cuantos minutos, debe escribirse en un solo movimiento mental, de una vez, de ser posible sin interrupciones. Otra cosa es un «ensayo», que no puede ser un artículo «largo», sino que requiere un argumento, una articulación a cuyo servicio debe estar la forma literaria. Algunos autores escriben artículos demasiado largos sin esa estructura y articulación, y los lectores suelen abandonarlos, no los terminan.
¿Y los libros? Éste es el gran problema. Aquí interviene el «género» de una manera decisiva. La prosa narrativa no tiene las mismas exigencias que la teórica; no es lo mismo un libro de historia que un libro de estricto pensamiento. Se puede tener enorme talento de escritor y carecer de él para escribir libros. Todo autor de ellos sabe que en su composición hay momento de vacilación y desaliento, hay zonas «desérticas», que cuesta esfuerzo atravesar, y no son pocos los que se detienen y abandonan.
Hace falta tener ante los ojos la meta, el propósito final, de manera que atraiga, dé fuerza y aliento para llegar a la plena realización. Es el «argumento» el que sostiene al libro y a quien lo escribe.
Un elemento de gran importancia es la extensión del libro. No es lo mismo el cuento que la novela breve -«nouvelle», «short story»- o la novela en el sentido capital de la palabra; esta puede ser larga, incluso fluvial, y a veces «morosa». Puede, pero ¿debe? Hay casos de supremo acierto, en que la extensión es condición ineludible; otras veces es un lastre que anula otras calidades.
¿Y los libros expositivos, o de pensamiento, de «teoría»? Hay la tentación de creer que los «grandes libros» deben ser libros grandes. Recuerdo que Ortega decía:todas las grandes metafísicas son de bolsillo. Así era desde luego la de Aristóteles, aunque ciertamente no las «Disputationes metaphysicae» de Francisco Suárez.
Hay libros que no pueden ser breves: los que exponen cuestiones complejas y minuciosas, por ejemplo, los de historia. Si se trata de «pensamiento» en su sentido más estricto, parece recomendable la brevedad, en la medida en que sea posible. En nuestra época hay poco tiempo para leer; los libros muy extensos se ojean y hojean, se leen fragmentariamente y no en su totalidad. El pensamiento requiere la integridad, la comprensión de todo su argumento. Un libro filosófico tiene más semejanza que la que se cree con una novela.
Por otra parte, aun suponiendo que el lector tenga suficiente tiempo, si el libro es largo lo va olvidando a medida que avanza su lectura. No lo «posee» en su integridad, y esto es lo que la teoría exige. Un libro de pensamiento debe ser lo más breve posible. Esta última palabra es la clave: algunos no pueden ser breves. Pero hay que intentarlo, hay que suprimir todo lo que sea superfluo, no hay que intentar decirlo «todo», porque no es posible.
Sobre todo, no hay que decirlo «todo» en cada capítulo, en cada apartado, en cada página. Lo que ya se ha dicho, si se ha dicho eficazmente y se puede retener, ya está dicho y hay que contar con ello.
Es muy posible que me equivoque, que se deban leer las conferencias, que se deba publicar sin escribirlas «de nueva planta», que se pueda el que escribe extender a capricho. No he intentado más que contar -brevemente- los resultados de una larga, muy larga experiencia.
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