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Pensar la democracia

La Fundación de Estudios Sociológicos (Fundes) acaba de iniciar su curso anual de conferencias; lo habitual es que lo inicie y termine yo y lo desarrollen unas cuantas personas eminentes -por eso digo que se parece a un «sandwich», ya que lo importante y valioso es lo que va en medio-. También es habitual que el local esté rebosante de público y que los medios de comunicación guarden total silencio.

Este año el curso versa sobre «Los problemas reales de la democracia». Mi conferencia inaugural ha versado sobre «Legitimidad social y límites del Poder». El programa anuncia la colaboración de algunas personas interesantes: Miguel Martínez Cuadrado, Leopoldo Calvo Sotelo, Helio Carpintero, Federico Carlos Sainz de Robles, Adolfo Suárez (con dos conferencias), Ignacio Sánchez Cámara, Pedro Laín Entralgo, Gregorio Salvador, Marcelino Oreja, Juan Velarde Fuertes, Carlos Seco Serrano, Rafael Anson, y finalmente volveré a hablar yo mismo para cerrar el ciclo.

La democracia es en nuestra época el único sistema de gobierno que puede ser legítimo. En otras épocas no ha sido así, y es un error gravísimo descalificar el pasado casi íntegro en nombre de un sistema que ha existido muy pocas veces y en contados lugares. Pero desde la Revolución Francesa hizo crisis la vigencia social de la legitimidad de la Monarquía absoluta -que no era arbitraria, que se regía por principios, normas, Consejos, por una Constitución no escrita, de la que hablaba Jovellanos antes de la de Cádiz-. En los dos últimos siglos, la legitimidad social, al consenso sobre quién tiene derecho a gobernar, tiene que ser expreso, renovado periódicamente, sujeto a reglas; en suma, democrático. Si esto falta, se vive en estado de ilegitimidad, lo que tiene consecuencias de extremada importancia.

Ahora bien, la democracia tiene «condiciones de existencia»; tiene que ser posible, y en una inmensa porción del mundo actual no lo es; no basta con que sea posible, sino que tiene que realizarse; es decir, tiene «requisitos», que se cumplen o no, y en diversos grados. Si faltan, la democracia es imperfecta, deficiente, puede llegar a estar pervertida, a convertirse en un instrumento de opresión, como ya vio Aristóteles. Si la democracia no está inspirada por el liberalismo, no es verdadera; si se desliza en ella el espíritu totalitario, su perversión es total.

La primera condición es el establecimiento de los límites del Poder; el Gobierno o el Parlamento más legítimos que se puedan imaginar no tienen derecho a invadir campos ajenos a su jurisdicción. Por ejemplo, no podrían desmembrar una nación, como en la Edad Media un Rey podía dividir su Reino, patrimonialmente, entre sus hijos. Tampoco podrían sanear su economía vendiendo los grandes Museos, porque estos pertenecen a la totalidad de los habitantes, y no sólo los vivientes, sino los pretéritos y los que nacerán en el futuro. Por supuesto, el Poder legítimo no puede intervenir en la vida «personal», regular las opiniones, estimaciones, creencias, preferencias intelectuales, literarias, artísticas, la paternidad, no digamos la vida misma, mediante el aborto o la eutanasia.

Pero no se trata solamente de esto, de lo que depende la misma existencia de la democracia, sino que hay que asegurar su funcionamiento, lo que requiere una serie de condiciones sobre las que existe muy poca claridad. Por eso es indispensable «pensar» la democracia, plantearse las diversas cuestiones a que tiene que aplicarse. Si no se hace esto, se toma el nombre democracia en vano o en falso, que es lo que sucede en gran parte del mundo.

Se tiene la voluntad de extender la democracia al planeta entero, pero no basta con decirlo o usar ese nombre. Hasta hace poco tiempo, han pululado las «Repúblicas democráticas populares» que no eran ninguna de esas cosas, sino férreas dictaduras de partido único, instrumentos de opresión; y todavía existen, con o sin disfraces.

Hay un grupo de países, especialmente los occidentales y los que participan en otras regiones de sus principios, en los que existe la democracia, y eso les otorga una evidente superioridad y un horizonte abierto y prometedor. Pero no hay que contentarse con esto. Hay que ver si esas democracias, efectivas y preciosas, dignas de defenderse y conservarse, son plenamente adecuadas. En muchas de ellas existen diversos grados de «contaminación» que las desvirtúan y ponen en peligro.

Hay un hecho histórico de tal alcance, que su examen resulta sobrecogedor. En muchos lugares, en largas épocas, se han aceptado y han parecido bien muchas actitudes y disposiciones que nos parecen simplemente monstruosas. He recordado muchas veces la esclavitud, la tortura judicial, la persecución de los disidentes religiosos, los procesos de brujería. Todo eso era aceptado, legislado, incluido en leyes y códigos, puesto en práctica por las autoridades políticas o eclesiásticas, por jueces y médicos.

Nuestra época no está libre de situaciones semejantes, que son aprobadas, defendidas, impuestas por grupos que pueden ser amplios y poderosos. Confío en que dentro de algún tiempo se vean como vergonzosas caídas en lo inaceptable.

Conviene darse cuenta de que en una vastísima porción del mundo no existe la democracia; esto es grave, pero más lo es no verlo. Uno de los riesgos que se corren es contentarse con los títulos o las declaraciones. Ha existido la tentación, sobre todo desde la «descolonización», de considerar «democracias» a los países resultantes. En la mayoría de los casos, han significado la destrucción de las posibilidades de convivencia y de toda libertad. Los que habían dejado de matarse entre sí y habían logrado una administración, medios de comunicación, escuelas, hospitales, ciertamente deficientes, se han convertido en escenarios de lucha o exterminio, de violencia y miseria, y por supuesto de extrema ilegitimidad.

Los países que gozan de una democracia efectiva tienen el deber de velar por ella, de mantenerla fiel a sus funciones propias, sin extravasarse ni degenerar en opresión. Y, frente al resto del mundo, deben comprender que no se trata de proclamar nominalmente la democracia, sino de establecer, si es posible, las condiciones para su existencia.

Y esto requiere claridad. Nuestra época tiene superabundancia de recursos de todo tipo, pero lo único que escatima es el pensamiento. Sobre las cuestiones decisivas brilla por su ausencia. Creo que esto es la causa principal de que se viva muy por debajo de las posibilidades. Esta convicción me ha llevado a pedir a un puñado de españoles, con vocación de veracidad, pensar ante otro grupo más amplio sobre asuntos en que nos va la dignidad de la vida y acaso la vida misma.

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