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Agresividad
No pasa día sin que se confirme el acierto de mi ya vieja norma: «No hay que intentar contentar a los que no se van a contentar». Se multiplican, desde varios puntos, las quejas, protestas, exigencias, aunque carezcan de todo fundamento. Cuantas más concesiones se hacen, el descontento es mayor. Lo que hace algún tiempo parecía un ideal difícil de conseguir, se convierte en algo desdeñable, cuando no una «humillación».
Lo aprobado ayer, hoy parece insoportable. Sería fácil hacer un largo catálogo de ejemplos. Hablé hace tiempo de «insaciabilidad», que es un rasgo característico de una actitud bastante difundida. Ha podido parecer que responde a una disposición utilitaria, egoísta, que pretende obtener incesantes ventajas sin tener en cuenta a los demás, ni siquiera las posibilidades objetivas. Creo que hay algo más.
Hace treinta años justos escribí un ensayo sobre «La idea de la vida humana en la novela picaresca». Mostraba en él cómo el libro en que se inicia ese género literario tan interesante y revelador, el «Lazarillo de Tormes», tiene muy poco que ver con las otras novelas, muy posteriores, y con la imagen usual de la picaresca. Ni el hambre ni el resentimiento con los rasgos verdaderos de «Lazarillo»; más bien la veracidad y el sentido de la justicia, con refinamientos que hacen pensar en la doctrina del «amor justo» de Brentano. Desde el «Guzmán de Alfarache» es otra cosa. Pero tampoco es lo propio del pícaro obtener beneficios a costa ajena, cubriendo la mala acción con buenas formas, para poder seguir consiguiendo sus fines; el pícaro quiere mostrar a su víctima que lo ha engañado y burlado, que ha hecho el primo, que ha quedado por encima, aunque esto le cueste no poder continuar la explotación. Hay un elemento poco utilitario, que sacrifica la conveniencia al placer de mostrar que «se ha salido con la suya».
Este elemento de hostilidad, de agresividad, me parece esencial, y es el revelador del resentimiento que aqueja a este tipo de pícaro, no al «niño inocente» que es Lazarillo. El pícaro no tiene buena idea de sí mismo; siente un profundo descontento de su realidad, no se estima, y procura conseguir algo equivalente a costa del prójimo. Fue un rasgo inquietante de la España del siglo XVII, en contraste con la fantástica generosidad y apertura de Cervantes, el hombre lleno de «filias» y sin «fobias», que derrama benevolencia por todas partes; que, cuando roza la picaresca en «Rinconete y Cortadillo» la llena de humor y de luz.
Pues bien, en la España de estos días creo percibir un curioso y poco simpático rebrote de la antigua actitud. Los perpetuos «descontentadizos» van más allá del utilitarismo y la insaciabilidad; cada vez más descubren una veta de agresividad, una voluntad de ser desagradables, de zaherir a los que no son como ellos -es decir, a casi todos-. Aun a costa de que «no les traiga cuenta», lo que significa un cambio de una actitud no muy grata pero al fin y al cabo comprensible.
Creo que este fenómeno encierra una dimensión de anormalidad; en algún sentido es patológico. El hombre necesita un grado, aunque sea muy modesto, de satisfacción de sí mismo. Por lo menos, de estar «en paz consigo mismo». El indicio más visible y claro es ocuparse sobre todo de otras personas o de cosas que no son «suyas», que no tienen que ver directamente consigo mismo. El que no piensa más que en sí mismo y en lo que le pertenece -o cree que debería pertenecerle- descubre una anomalía, una percepción deformada de lo real, una incapacidad de vivir verdaderamente en el mundo con toda su complejidad y riqueza.
Las alteraciones de la percepción son sumamente graves, y casi siempre responden a un malestar de la percepción propia. La vida humana es «transitiva»: parte de sí misma, de su centro, pero se dispara en varias direcciones, hacia personas, cosas, asuntos, problemas, metas. Una persona sana dedica la mayor parte de su atención a lo que no es ella; al hacerlo, claro es, está presente, pero precisamente en la forma de verterse sobre lo ajeno; la culminación de esto es el amor efusivo, lo más precioso que nos es posible.
Por eso el hombre sano, incluso cuando es ambicioso, consiste primariamente en sus proyectos. Quiere «hacer» algo, que sea interesante y valioso por sí mismo, aunque lo haga contando con que vierta sobre él alguna «gloria», cierto resplandor. La escasez o pobreza de proyectos es otro síntoma de anormalidad. Y esto hace que los «propósitos», lo que se proponen los descontentadizos incurables, sea siempre algo negativo, sin contenido propio, casi siempre sin porvenir, una especie de «clausura» sin horizonte.
Esta actitud es terriblemente monótona, y por eso fatigosa. Por lo pronto, para el que la padece, porque se mueve en un espacio angostísimo, dando vueltas y vueltas a lo mismo, encerrándose en el propio descontento, sin abrirse al resto de la realidad, sin querer darse ni recibir nada de ella. Al cabo de algún tiempo, se vive en una fantasmagoría que se convierte en lo que podría llamarse una «prisión interna».
Y esa fatiga se extiende a los demás, a los que tienen que convivir con los eternos descontentadizos. Ya se sabe lo que van a hacer, lo que van a decir: está previsto, sin esperanza de novedad y sorpresa. Y sin esperanza de cambio, de llevarlos a una visión real y razonable de las cosas. Lo cual no puede tener sino malas consecuencias. Hay un momento en que se siente que ante esa actitud hay que «dejarla por imposible», es decir, renunciar a superarla.
No es fácilmente curable esa disposición de ánimo, que además es contagiosa; puede partir de un núcleo reducido, acaso mínimo, y difundirse, nutriéndose de sí misma. Pero hay que intentarlo siempre, sin descanso. Los estados de sonambulismo pueden tener remedio.
En todo caso, y es lo mínimo, no hay que favorecerlos. Creo que una de las causas principales del incremento de estos fenómenos es que se les da excesiva resonancia. Se habla de ellos mucho más de lo que merecen, de lo que su realidad justifica. Cada acto de agresividad se publica, comenta, repite, multiplica, y así prolifera. Mientras se calla sobre casi todo lo que es interesante -no digamos si es cordial, generoso, efusivo-, se vuelve morosamente sobre lo que no merece más que silencio; piadoso mientras sea posible, mientras no llegue a un límite que ya no lo permita.
Habrá que volver al buen sentido y al «amor justo» del inocente pícaro Lazarillo, si no nos atrevemos a intentar la maravillosa luz que sobre todo vertió Cervantes.
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