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Pensar y escribir

Unamuno distinguía entre los que piensan para escribir y los que escriben porque han pensado. Recuerdo haber propuesto una tercera posibilidad: escribir para pensar.

Se piensa primariamente para vivir; se entiende, humanamente, cuando se es persona y en la medida en que no se pierde esa condición. Y se vive bien o mal según se piense. Hace algún tiempo di un curso en que mostré que casi todo lo bueno o lo malo que ha acontecido en la historia ha tenido detrás un acierto o un error intelectual. Y creo que casi todos los males que, a pesar de tantos recursos, padece el mundo actual se debe a que se han aflojado los resortes del pensamiento.

El hombre sabe muchas cosas, pero no de modo suficiente; con frecuencia, no toma posesión de lo que sabe, renuncia a ello, vive por debajo de sí mismo. Con demasiada facilidad acepta lo que «se dice» y renuncia a su propia evidencia. Esto es lo que hace posible la pavorosa manipulación de que somos testigos.

Pero en todo caso, hace falta algo más. Con propósitos intelectuales se piensa para entender. No son muchos los que lo hacen, abundan los que lo hacen para conseguir fama, para que se hable de ellos, para tener éxito. Si se repasa la obra intelectual de los más ilustres de la historia, se advierte fácilmente para qué han pensado. La exigencia de entender me parece decisiva, la única verdadera justificación.

Si todo hombre piensa para vivir y entiende en alguna medida la realidad, ¿por qué ese pensamiento intenso, difícil y fatigoso, que merece llamarse intelectual? Entender quiere decir diversas cosas. Hay lo que podría llamarse «incremento de la razón». Cuando se ha entendido algo, si se sigue pensando se descubre que no se había acabado de entender, que hay que continuar. Se va penetrando en estratos más profundos, no se destruye ni invalida la primera evidencia «ingenua» -es preciosa, y hay que conservarla- pero se intensifica, se ilumina y aclara.

¿Cómo? Sobre todo, por el descubrimiento de conexiones con otras cosas. La intelección es lo más parecido a la aprehensión física con las manos: se puede tomar algo con dos dedos, con la mano entera, con las dos a la vez, que estrechan lo real. No se entienden más cosas, sino más aquello que se había empezado a entender, que se entendía ya.

Cuando se va a formular y expresar el pensamiento, se descubre su insuficiencia. Eso que parecía claro, que se creía haber entendido, está lleno de sombras, de oscuridades, de dudas. Es menester un nuevo esfuerzo para poder «decir» aquello que se había pensado. La lengua es el gran instrumento, pero a la vez exige que se cumplan sus requisitos. La lengua conduce al pensamiento, y el general descenso lingüístico en casi todas partes es la causa de la evidente crisis del pensamiento. Gran parte de lo que se «dice» no es lenguaje, sino meros restos de lo que puede y debe ser. Los recursos técnicos, que podrían ser un instrumento inapreciable, se convierten con frecuencia en causa de la destrucción del lenguaje, que arrastra al pensamiento.

Pero todavía no basta con hablar, con «decir». Cuando se intenta expresar por escrito lo que se ha pensado y enunciado de palabra, se advierte cuánto falta para la posesión de eso que se creía entendido. Es menester «seguir pensando», descender a niveles de mayor rigor y hondura, exigir nuevas justificaciones. Se trata, claro es, de mantener la evidencia originaria, pero iluminándola desde sus raíces, buscando sus conexiones con el resto de la realidad.

Por esto hay que «escribir para pensar». Para pensar de verdad y a fondo, de manera que aquello resista al examen, a la crítica, a la confrontación con el resto de las realidades. Hay que lograr -si se puede- una tupida red de relaciones que pongan en su verdadero lugar aquella porción de lo real que se trata de entender.

Cuando se ha pensado largamente sobre algo, tal vez durante toda la vida adulta, se ve la validez del pensamiento desde los comienzos, la «verdad» de lo que se empezó a ver -si se trataba efectivamente de visión-, y al mismo tiempo se descubre la distancia entre aquella comprensión primeriza y la que se ha podido alcanzar al cabo de los años. El criterio de la verdad es que sigue siendo verdad, cuando se funda en una visión efectiva, aunque haya experimentado un fabuloso incremento.

Por esto hay que distinguir con toda pulcritud el destino, las posibilidades y los requisitos de todas las posibilidades intelectuales. A lo largo de la historia se puede asistir a tantas formas de pensar y, claro es, de escribir, que es lo que nos queda. La maravilla de Occidente es haberse nutrido sobre todo del pensamiento griego, conservado en escritos de frecuente perfección. Y ha habido momentos en que, en diversas formas, se han ensayado formas de expresión adecuadas, a veces geniales. El siglo XVII fue de prodigioso acierto, especialmente en manos de Descartes y Leibniz. Fue la época de los libros breves, diamantinos, pensados con rigor, escritos con calma y concisión, dando todo su valor a cada palabra.

En nuestra época abundan las confusiones. Se escribe lo que se «habla», lo que debe «decirse», con una forma de expresión inteligible al oído, que con una estructura escrita no se entiende. Y luego eso «dicho» se da por escrito, se publica sin darle la forma requerida por la lectura, sin buscarle esa intensificación indispensable.

Hay una cuestión a la que dediqué mucha atención en otro tiempo, y que casi siempre se pasa por alto: los «géneros literarios» en filosofía -se podría generalizar a otros campos del pensamiento teórico-. Pocas cosas son más iluminadoras que la historia de esos géneros y sus vicisitudes. Aventuré la impresión de que en esta época eran un problema capital.

Creo que en España, por primera vez en su historia, se han dado pasos de extraordinario acierto en todas estas cuestiones. En este siglo se ha pensado y escrito con extraño acierto, con sorprendente originalidad. Se empezó por la creación de una lengua filosófica, apta para toda forma de pensamiento teórico; hubo la buena fortuna de que el pensamiento se uniese a varias formas de excepcional talento literario, lo que hizo posible el «contagio» de ese pensamiento, su posible fecundidad. Si se hicieran cuentas veraces de las innovaciones de pensamiento y escritura logradas en España durante este siglo que va terminando, se tendrían considerables sorpresas.

Temo que esta riqueza esté expuesta a la pérdida, al olvido, al desdén. Sería lamentable aceptar una regresión a formas que están superadas hace mucho tiempo, que se prefiriesen diversas variedades de arcaísmo, que dominan gran parte del horizonte actual. No parece inteligente vivir por debajo de uno mismo.

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