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San Siricio
Nacido en Roma, era uno de los diáconos al servicio de Liberio y Dámaso. Aunque san Jerónimo aspiraba probablemente a ocupar la sede romana, fue unánime la proclamación de Siricio, ya que de este modo parece que se unían nuevamente las facciones. Un rescripto imperial (25 de febrero del 385) ordenó a los ursinistas césar en sus demandas y reconocer a Siricio como único papa. Valentiniano II le hizo importantes donativos a fin de que la basílica de San Pedro fuese ampliada y embellecida. Sin embargo, san Jerónimo, que abandonó entonces Roma, describe a Siricio en términos desfavorables, como altanero, un juicio desfavorable que comparte Paulino de Nola y que se refiere sin duda tan sólo a uno de los aspectos de su pontificado.
Tal como Francis Dvornik (Byzantium and the Román Primacy, Nueva York, 1966) ha señalado, la cuestión más importante era la que arrancaba del canon de Constantinopla (381), rechazado por san Dámaso, acerca de las dos «primacías». Siricio publicó la primera de las decretales conservadas (11 febrero 385) dirigida a Himerio, obispo de Tarragona y a todos los demás obispos de España, África y las Galias, en la cual afirmaba que «llevamos sobre nuestros hombros la carga de cuantos andan necesitados; más aún lleva en nosotros esta carga el bienaventurado apóstol Pedro que, según confiamos, ampara y protege al que es heredero de su administración». En esta decretal se fallaban, con la misma autoridad que si procediera de un concilio, importantes cuestiones como el celibato clerical, la penitencia de herejes, la edad y condiciones de las ordenaciones presbiterales, el calendario de la Pascua y Pentecostés, así como las formas de impartir la penitencia. Y se añadía una cláusula muy importante: ningún obispo podía ser considerado legítimo sin la comunión con el de Roma. Ese mismo año 385 Siricio otorgaba al obispo de Tesalónica poderes para confirmar a los de Iliria: era prácticamente la primera manifestación de un vicariato apostólico.
La autoridad primada se manifiesta con más claridad en las cuestiones doctrinales. Prisciliano, denunciado por obispos españoles como hereje pelagiano, había sido juzgado y ejecutado por orden del emperador Máximo (383-388). Siricio, contando con el apoyo de san Ambrosio de Milán, aunque rechazaba el priscilianismo en cuanto doctrina, excomulgó a los obispos responsables de lo que a sus ojos era un crimen: el hereje debe ser confundido y reconciliado, pero no muerto. Exigió que a los priscilianistas se aplicara estríctamente ese criterio de penitencia y perdón. El año 392, en un sínodo romano, fue excomulgado Joviniano, un monje que sostenía la doctrina de que María había perdido su virginidad al dar a luz, y también Bosus, obispo de Naissus (Nisch), que afirmaba que la Virgen había tenido otros hijos además de Jesús. También intervino, con eficacia, en un cisma que dividía a la Iglesia de Antioquía. Una inscripción conservada hasta hoy revela que consagró la basílica de San Pablo. Fue enterrado en la de San Silvestre, aneja al cementerio de Priscilla.
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