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Un país interesante

Mis reflexiones sobre España, su realidad actual, sus problemas y posibilidades, son siempre inseparables de la consideración de su historia, a la que he dedicado considerable atención durante toda mi vida. El presente se aclara muchas veces a la luz de alguna fase del pasado, que permite ver el «desenlace» de una empresa, mientras que la actualidad lo oculta en el porvenir, que solamente se puede adivinar.

El siglo XVIII me ha atraído poderosamente, en parte desde que traduje los dos extraordinarios libros de Paul Hazar, «La crisis de la conciencia europea» y «El pensamiento del siglo XVIII» que por los azares de la Guerra Mundial apareció en español antes que su original francés. Fue un siglo de grandes aciertos y no menores errores, de logros y tentaciones que vislumbró Leibniz desde sus comienzos.

En cuanto al siglo XVIII español, con caracteres comunes a toda Europa y diferencias considerables, ha sido hasta hace poco muy mal conocido, y esto ha gravitado pesadamente sobre el presente. Mi interés por figuras como Feijoo, Jovellanos, Cadalso, Moratín y tantos más me llevó a escribir en 1963 un libro, «La España posible en tiempo de Carlos III», en torno a un manuscrito de 1773, que descubrí y edité, cuyo autor resultó ser Antonio de Capmany, de excepcional interés. Se tenía entonces un doble «patriotismo», de Europa y de la época. Capmany escribe: «Europa es una escuela general de civilización».

Lo interesante es que la modesta Ilustración española no cayó en los errores de gran parte de la europea -especialmente la más famosa y brillante, la francesa-, y en ese sentido ha conservado mayor valor y actualidad. Desde el establecimiento de los Borbones, hasta la muerte de Carlos III en 1788, y aun después, hasta la desastrosa invasión napoleónica de 1808, España se decidió a «hacer las cosas bien» -con pocas excepciones-, a poner la casa en orden, a superar muchas deficiencias, a conseguir estabilidad, orden, prosperidad, eficacia.

Esta actitud parece ser la de Europa en este final del siglo XX, en que se ha reforzado su conciencia de unidad, su necesidad de concordia y convergencia, de colaboración bajo el signo de la eficacia. Y esta parece la norma de la vida pública española en el momento presente, en un tiempo todavía muy breve, que no permite generalizaciones ni jactancias, pero que sería estúpido desconocer, y en contraste con experiencias muy próximas, «las cosas son mejores que lo que parecen».

No es floja innovación: casi siempre ha sucedido lo contrario: bajo apariencias positivas, acaso gloriosas, se ha ocultado deficiencias, carencias, errores, tentaciones peligrosas, riesgos de anquilosamiento o violencia, de «espasmo» o «marasmo». Algunos de estos peligros existen, pero son reducidos, localizados, superables, sobre todo no se les presta más atención de la que merecen, si no se les da una resonancia que puede ser suicida.

España es en este cruce de dos siglos un país estable, libre, razonablemente próspero, inesperadamente eficaz, incorporado a las normas europeas, a nivel con el conjunto del Continente.

¿Hemos vuelto a la actitud del siglo XVIII?¿Estamos como en tiempo de Carlos III? Hablé de la España posible, que no terminó de realizarse, que en cierto sentido «acabó mal», con la primera discordia desde la invasión francesa y el desventurado reinado de Fernando VII. Las causas de este fracaso fueron sobre todo exteriores: la Revolución Francesa, el imperialismo napoleónico. Pero, ¿no faltó algo decisivo dentro de España, en medio de todo lo admirable que se hizo en aquella centuria? Creo que hubo un exceso de modestia, lo cual suele proceder de una falta de imaginación. Los españoles se decidieron a superar sus carencias, a poner la casa en orden, a convertir España en un país bien ordenado y eficaz. Olvidaron con demasiada frecuencia que siempre había sido, que todavía era, un país interesante.

Se dejaron dominar en exceso por la imagen que recibían del exterior, cuyos componentes principales eran la hostilidad, en forma extrema el odio, y sobre todo la ignorancia. Cuando se lee a los «ilustrados» se ve que no sabían nada de España. No digamos el desventurado e insignificante Masson de Morvilliers, o Voltaire; el propio Montesquieu, gran teórico de la política, no entendía nada de la formidable y original creación que fueron «las Españas», la supernación en dos hemisferios, el mundo hispánico. Ni siquiera sintió curiosidad por ello. A dos pasos de España, rodeado de amigos españoles, no se enteró de nada. Si se leen, no ya las «Lettres persanes», sino «L' Esprit des Lois», su gran obra justamente famosa, no se puede evitar un penoso asombro.

No olvidemos la escasez de genialidad que existió en el siglo XVIII; en España, el único verdadero «genio» fue Goya, que no fue un intelectual, sino un visual y manual. Quien más se aproximó a percibir el interés de España fue Cadalso, quien llevó una dosis de lirismo a su interpretación de España.

Faltó imaginación, lirismo, capacidad de reconstruir lo que había sido el «argumento» de la historia española y prolongarlo hacia el porvenir. La división posterior de España, la «discordia» que por primera vez la afectó, la existencia de algo nuevo, que luego se ha convertido en tópico, la idea de «las dos Españas», todo ello tuvo su origen en una escasa posesión de la historia y en una pobreza imaginativa que impidió prolongarla creadoramente hacia el siglo que pronto había de empezar.

Este es el único riesgo importante que amenaza nuestro porvenir. Lo que se está haciendo es absolutamente necesario y valioso. Pero no es suficiente: hay que poner en juego la imaginación, apoyada en la memoria, para prolongar innovadoramente los rasgos de esa forma de instalación en la vida que es la nuestra, sin posibilidad de repetición, sin la tentación de empezar en cero -o en los números negativos-. Es evidente que hay algunos individuos y grupos dedicados, por impotencia propia, al olvido y la falsificación de la historia. Hace tiempo recordé la fórmula de Dante: «Non ragioniam di lor, ma guarda e passa. » (No hablemos de ellos, sino mira y pasa).

Ya sé que nada irrita tanto a algunos como la sospecha de que España haya sido un país interesante, no digamos que lo sea en la actualidad. Lo ha sido y lo es, acaso a pesar nuestro.

Cumplida la tarea urgente de la eficacia, hay que dejar paso a la imaginación, que es siempre creadora. Con ello se prestaría además un inestimable servicio a Europa, que está aquejada, toda ella, no lo olvidemos, de esa misma «modestia histórica» que es un riesgo español. Tal vez la atroz experiencia del «nacionalismo» ha llevado a no esperar de la fraterna creatividad de las naciones.

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