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Cautivos

No tener libertad es malo, pero es mucho más grave no ser libre. Muchas veces he pensado y dicho que, salvo en condiciones extremas, siempre se tiene alguna libertad: la que uno se toma, con tal de estar dispuesto a pagar por ello algún precio.

El ejemplo máximo de esta actitud es, como tantas veces, Cervantes durante sus cinco años de cautiverio en Argel:en ese largo tiempo conservó su libertad, no sólo para intentar evadirse varias veces y hacerse responsable de ello, sino hasta para no odiar a los que lo mantenían cautivo o lo delataban. Mantuvo la libertad de sus actos y, lo que es más admirable, la de sus pensamientos y sentimientos.

Hay muchas formas de cautiverio, y sería urgente filiarlas y hasta catalogarlas. La menos penosa es la de los cautivos a pesar suyo, que han nacido sin libertad -en gran parte del mundo, pero rara vez se hace la cuenta y se establece el mapa real, con diversos tintes sombríos- o los que han perdido esa libertad por una violencia exterior.

Más grave es la cautividad «voluntaria», la de los que han ejercido su libertad para renunciar a ella, para dimitir de su condición. Se pensará, y con razón, en la cautividad política, que es la más frecuente y notoria, pero no es la única. Hay gentes que se entregan a una observancia determinada, que aceptan todo lo que proceda de ella, sin discusión, a prueba de decepciones, que no son reconocidas ni aceptadas. Hay cautivos de un partido haga lo que haga, pase lo que pase, incondicionalmente, que cambian su condición personal por esa filiación.

A veces no se trata propiamente de un partido, sino de una tendencia, una consigna, algo en cierto modo «mágico» de lo que no se puede discrepar.

Esta voluntad de sumisión a veces se interpreta y justifica como «lealtad», fidelidad a una persona a quien se diviniza y confiere un carácter sobrehumano. El totalitarismo -todos ellos, claro es- suele surgir de este modo, en torno a una figura que fascina -o respecto a la cual se finge una fascinación que ni siquiera se siente-. En la actualidad hay multitud de pequeñas réplicas de Hitler, o de Lenin, o de Stalin, cuya mediocridad es evidente, pero que reciben parejo culto. Y sorprende ver cómo personajes famosos van a rendírselo, a pesar de la dificultad de tomarlos en serio.

Una forma venial y algo cómica de esta cautividad es la que se ha apoderado del deporte, y que envuelve una destrucción de su condición misma, de lo que se llamaba «deportividad» o «espíritu deportivo». El «partidismo» es una forma de politización de algo que en sí mismo no tiene nada que ver, y viene a ser una forma de abdicación de la libertad personal. Y es curioso que los equipos que tienen una denominación local o territorial suelen estar compuestos por personas ajenas a esa condición, tal vez resueltamente extranjeras. Se trata de la inmolación del individuo a una etiqueta, a un nombre o una consigna.

En forma menos automática, y por eso menos violenta, esas actitudes han penetrado las estimaciones artísticas, literarias, en general culturales. Se dan las adscripciones absolutas a una tendencia, con exclusión de todas las demás, que no se conocen o no se reconocen. Hay lectores de un periódico para quienes es «la realidad», se entiende, la única realidad. Lo que en ese periódico se dice es automáticamente aceptado; lo que omite, simplemente no existe.

Con los cautivos voluntarios no se puede discutir, ni siquiera hablar. Una palabra nobilísima, que lleva varios decenios de profanación, es «diálogo». Puede ser admirable, valioso, inapreciable; baste nombrar a Platón. Pero la primera condición es que sea posible, que haya un acuerdo sobre aquello de que se habla, que sea inteligible y que cada uno esté dispuesto a admitir la evidencia, aunque sea descubierta y propuesta por otro. La inmensa mayoría de los «diálogos» de los últimos decenios son falsificaciones estériles, cuando no destructoras.

Cuando recomiendo no intentar contentar a los que no se van a contentar, porque están encastillados en algo que no tiene que ver con la razón, sino con la obstinación y la insaciabilidad, estoy persuadido de que es perder el tiempo y, lo que es más, la posibilidad de hacer algo que tenga sentido y lleve a alguna parte «habitable». Entrar en ese juego es una forma contagiada de renuncia a la libertad, es aceptar una dosis de cautiverio.

Pero al decir «los que no se van a contentar», me refiero a los cautivos voluntarios, a los que han ingresdo en el cautiverio por su pie, y sobre todo a los que lo pastorean y administran y perciben los dividendos. Cervantes fue cautivo por el azar de su captura en el Mediterráneo, nunca aceptada. Y no olvidemos a los que han nacido en cautividad, no sólo en continentes exóticos sino, en nuestra época, en medio mundo, sin excluir grandes porciones de Europa.

A estos cautivos se los puede redimir. Quiero decir que se los puede contentar. Es posible mostrarles la realidad tal como es, presentar sus diversas facetas, intentar persuadir de que ninguna interpretación es exclusiva, que no agotan lo real y pueden coexistir y completarse. Esto haría posible la convivencia, que en tantos lugares es ilusoria, y por tanto la vida en libertad.

El único acuerdo posible es la aceptación de la realidad, el respeto a ella. Se pueden tener opiniones diversas respecto a una cosa, pero mientras se la tiene delante, ella misma impone su estructura, obliga a concordar parcialmente, establece un torso con el cual hay que contar, al que se pueden añadir matices que no son necesariamente inconciliables. Lo malo es que cada uno «invente» una realidad inexistente y se aferre a ella sin admitir otra posibilidad. Es la fórmula misma del fanatismo, que a su vez es una de las variedades de envilecimiento del hombre.

El porvenir del hombre, no sólo político, sino intelectual, cultural, simplemente humano, es decir, personal, depende de la superación de todas las formas de cautividad. Desde fuera, si es posible; pero sobre todo desde dentro. El que se reconoce cautivo de algo o de alguien, está salvado, porque ha iniciado la vuelta a sí mismo, la reconquista de su personalidad enajenada.

Hay una expresión de Quevedo que podría ser aquello que el hombre de nuestro tiempo necesita más: «libertad esclarecida».

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