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El proyecto de cada día

Nuestra época está penetrada de la convicción de que la vida humana es proyecto. La idea del viaje es muy antigua, y se ha hablado del «homo viator». Sin embargo, la noción de proyecto incluye la anticipación, la versión hacia el futuro; tal vez su manifestación más antigua e ilustre sea la de Aristóteles cuando ve a los hombres «como arqueros que tienen un blanco».

La interpretación proyectiva de la vida pone en el primer plano la imaginación. Cada vez resulta más evidente el carácter imaginativo del hombre, y esto quiere decir su irrealidad como parte esencial de su paradójica y extrañísima realidad. Y esto se extiende, más allá de la vida individual, a las formas de la colectiva, a «esos grandes cuerpos que son las naciones», en expresión de Descartes, y aun a la humanidad en su conjunto. Por eso la historia es también proyectiva, lo que se descubrió en diversas épocas, se ha olvidado en otras y se está haciendo una noción borrosa en nuestro tiempo.

A fuerza de hechos, datos y previsiones estadísticas, que suelen ser automáticas, se desvanece la existencia de un verdadero «proyecto histórico», que consiste en un «argumento». Es curioso que cuanto más se insiste en la «identidad» de ciertas comunidades humanas se descubre más la inexistencia de todo proyecto. Ya el término «identidad» es revelador, porque se aplica más a los objetos ideales o a las cosas; lo humano carece de identidad, tiene «mismidad»: el hombre, a lo largo de su vida, es el mismo, pero no lo mismo, y otro tanto puede decirse de los pueblos o países.

Pero hay más: el hombre es siempre individual, único, irreductible; es cierto que va dentro de su país y su generación, «como la gota en la nube viajera», dijo Ortega; pero cada uno de ellos proyecta e intenta realizar su vida, y ahí reside el fundamento de la estructura proyectiva.

Hay ciertamente un proyecto vital, más o menos claro y articulado, que se va descubriendo a lo largo de la vida, que se articula en diversas trayectorias cuyo destino es muy vario; pero hay algo más, que se suele pasar por alto: siempre me ha interesado que la unidad temporal decisiva, incluida en todas las demás, es el día, la alternancia del doble papel del Sol en nuestra Tierra: día y noche, luz y oscuridad. Es cierto que las técnicas de los dos últimos siglos han atenuado las diferencias, han hecho que la iluminación penetre en la oscuridad y la venza en alguna medida; pero qué son dos siglos en la larga historia de la humanidad; apenas es nada. La noche, la tiniebla, ha sido una tremenda potencia que interrumpía la vida, y todavía lo hace en enorme proporción.

Anochecer y amanecer: ésa es la forma elemental de nuestra vida. Y esto quiere decir que «empieza» cada día, una vez y otra, y «termina», aunque sea provisionalmente, cuando llega la hora del sueño, y aunque a veces el sueño no llegue. Se renueva siete veces por semana, treinta cada mes. Trescientas sesenta y cinco al año, la condición proyectiva, inseparable del hombre. Si el individuo está vivo, si conserva presente su condición personal, se despierta a un programa, a un proyecto, a una expectativa que puede y debe ser una esperanza. Se despierta, no lo olvidemos, a un determinado «temple»: a la alegría o a la tristeza, a la ilusión o la mortecina desgana: se despierta a algunas personas -presentes o ausentes-, a la expectativa de azares inseguros, a diversos deseos o temores.

Ésta es la realidad elemental de nuestras vidas, que tiene muy diversos grados de intensidad, y en ello reside lo que va a ser la intensidad real de cada vida entera, su grado de realidad. De esa expectativa de cada mañana, de esa anticipación imaginativa de la jornada que empieza, de lo que se espera de ella, depende lo que va a ser el conjunto.

Y, por supuesto, al anochecer, al dar por terminado el día, al retirarse al sueño o su busca, se hace un balance de ese mínimo proyecto cotidiano, se hace la cuenta. Cervantes escribió, si no recuerdo mal, estos versos:

En el silencio de la noche, cuando ocupa el dulce sueño a los mortales,
la pobre cuenta de mis ricos males estoy al cielo y a mi Clori dando

Esta cuenta es la que nos damos cada noche, cuando juzgamos lo que ha sido la jornada que acaba de pasar. ¿Se hace puntualmente, verazmente esa cuenta? Tal vez las horas que han quedado atrás han sido iluminadas por una presencia, por unas palabras, algo insignificante para los demás o en la marcha del cosmos; o, por el contrario, esas mismas horas han sido entenebrecidas por una palabra áspera, por una ausencia, por una carta que no ha llegado, por una omisión nuestra, por haber cedido a una mala tentación, por no haber gozado de lo que la realidad nos ha brindado.

El proyecto cotidiano es el más importante, la clave de todos los demás. Temo que apenas se piense en él, que no se lo tenga en cuenta. En él consiste la riqueza de la vida, su calidad, ya que se compone de esas unidades regidas por la luz y la sombra, por las exigencias de nuestro organismo y no menos por los usos sociales.

La vida se interrumpe miles de veces -nos inquieta a veces intentar hacer la cuenta, y por lo general la rehuimos-. Se interrumpe pero se reanuda: es una continuidad articulada. La articulación no rompe la continuidad, como los pasos no estorban a la progresión de la marcha. Se vive por pasos contados.

Al despertar, nos incorporamos a la continuidad de nuestra vida; ante todo, por supuesto, la más propia, la personal, que he tratado de recordar; pero no sólo. Nos encontramos a un cierto nivel, el de nuestra edad, a una determinada altura de la vida, y esto es decisivo. Con toda ella por delante -aunque la muerte pueda sobrevenir en cualquier momento, y lo sepamos, pero contamos con que no será así-; o en medio de ella, con un pasado a la espalda y un porvenir abierto e indefinido; o en su final, con la impresión de que no queda mucho, pero tal vez algo más; y siempre, sobre todo en esta fase final, la expectativa del horizonte futuro, siempre el proyecto.

Y encontramos la realidad a la que pertenecemos, el «nosotros» colectivo que es nuestro, nos incorporamos a un proyecto que nos trasciende y en el que algo tenemos que hacer y decir. Ésta es la situación real. Que muchos hombres no reparen en ella, que desatiendan su contenido, que prescindan de algunas de sus porciones o dimensiones, sólo quiere decir que viven precariamente, que no toman posesión de esa realidad que les es dada con tareas como quehacer. Y el núcleo fundamental, del que depende todo lo demás, la intensidad y la calidad de vida, es el mínimo proyecto cotidiano, entre el despertar y el balance al volverse hacia el sueño.

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