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Las cosas claras

Si se me preguntara cuál es el cambio más evidente producido en España en los comienzos de 1999, diría sin duda que el incremento de la claridad. Las cosas están mucho más claras que en los años inmediatamente anteriores.

Ahora se ve sin confusión qué se proponen los diferentes partidos, adónde se encaminan, cuál es la proporción de eficacia o ineptitud, de pulcritud o corrupción, de veracidad o falsificación, en cada uno de ellos.

Se puede medir hasta qué punto son necesarios los apoyos de pequeños grupos que representan a fracciones muy limitadas del país, es decir, si en el futuro cercano va a seguir siendo posible la opresión de las mayorías por las minorías. Se puede ver que en espacios limitados no solo es posible, sino se ha acentuado, mientras ha disminuido a escala nacional.

Se ve quiénes se mantienen fieles a la estructura política adoptada por España desde hace algo más de veinte años, y quiénes son los que pretenden destruirla desde dentro. Esto ha puesto en claro la diferencia que existe entre la convivencia, incluso la colaboración, y la complicidad, que es cosa muy distinta. Se ha planteado lo que podríamos llamar una cuestión de límites, que urge reflejar en las conductas si quiere uno saber a qué atenerse.

Se ve con bastante claridad que algunos partidos son simplemente la «orden tercera» de una agrupación clandestina y delictiva, cuyas instrucciones siguen servilmente. Se puede medir el grado de representación de los sindicatos y sus partes, y su independencia o condicionamiento por un partido determinado.

Creo que todo esto resulta bastante claro, y el hombre medio puede estar orientado -si quiere, si tiene voluntad de vivir con alguna autenticidad y desde sí mismo, lo que es propio de la condición humana y exigencia indeclinable para vivir en democracia. Lo que no es tan fácil es el criterio para medir los límites de lo aceptable y lo inaceptable en tan complejos y delicados asuntos. Me atrevo a proponer uno que es sumamente eficaz y que cubre la mayor parte de las complejidades: la veracidad.

La verdad es coherente; no entra en conflicto consigo misma; si se confronta lo dicho por alguien con otras cosas que ha dicho, y se resiste la comparación, se puede concluir que todas ellas son, si no «verdaderas», porque el error es siempre posible, si «veraces», es decir, que el autor las ha creído verdaderas. La mentira es el criterio decisivo. No se la puede admitir ni aceptar, porque ello envuelve complicidad; no se puede fingir que se cree lo que dice el que miente. Hay que confrontar a quien se expresa, por lo pronto, consigo mismo. Cuando, ya en 1955, en «La estructura social», indagué la diferencia entre las opiniones privadas y la «opinión pública», insistí en que una de las condiciones de ésta es que «está ahí», que se la pueda invocar, repetir, recurrir a ella. Por eso, en una situación dictatorial -no digamos totalitaria- no hay opinión pública, ni siquiera la expresada por el Poder Público, porque no se le puede citar y repetir, no se puede uno apoyar en lo que antes dijo.

Esta operación es la que hoy se puede realizar en una medida nunca existente. Todo consta, está grabado, se puede volver sobre ello -y no se hace más que cuando conviene-. Si se hiciera con espíritu de verdad y sin contemplaciones, se despejaría la atmósfera en un grado que cuesta imaginar, y se podría acertar mucho más.

He hablado de asuntos políticos porque son los más notorios, y aquellos en que es más visible el incremento de la claridad; pero no son los únicos, ni los más importantes. Pienso en lo cultural, sometido a la confusión y la tergiversación. La dependencia de la publicidad es enorme. ¿De qué se habla, sobre qué se guarda silencio? ¿Qué relación tiene esto con la importancia real, con el valor efectivo? Repásese de qué libros, de qué obras artísticas se ha hablado en un año, y lo que queda de ello al siguiente. Se habla interminablemente, por ejemplo, de traducciones al español de libros extranjeros, a veces viejos, y nada de libros españoles actuales, tal vez innovadores. Hay artistas de los que nunca se dice una palabra, a cuyas exposiciones no van los críticos, o cuyos conciertos ni siquiera oyen.

He señalado hace mucho tiempo la invención ingeniosa de los jurados numerosos que conceden los premios, en los que intervienen dos o tres personas conocidas, competentes y respetables, que cubren con sus nombres una mayoría que se puede combinar según el gusto. Esto se extiende a todas las manifestaciones culturales en que intervienen un crecido número de personas, algunas de las cuales tienen prestigio, que se extiende al conjunto, tal vez bien distinto.

Y se llega a lo más importante: a las personas. ¿A quién se puede estimar, en el orden que corresponda? La pregunta podría simplificarse y restringirse: ¿a quién se estima? Porque el error casi siempre es culpable: se cree o se finge estimar a quien no se estima, se simula desconocimiento o desvío respecto a alguien a quien en el fondo se admira, pero no se tiene «permiso» para hacerlo.

Es decir, que la cuestión de la veracidad y la claridad -o su ausencia- recae sobre el sujeto que parece pasivo pero no lo es. A última hora, las suplantaciones son posibles por la cooperación, la complicidad del que las padece.

Nos encontramos con una inesperada solución de tan delicado problema. La respuesta está en las mayorías, en las innumerables personas que viven en tan peligroso estado de error porque contribuyen a él.

Cuando digo que al empezar 1999 las cosas están mucho más claras que en los años anteriores, quiero decir que lo están para todos, que en el fondo saben de quién se pueden fiar, en quién pueden esperar, de quién pueden recibir algo valioso y enriquecedor. La cuestión es que se atrevan a tomar en serio lo que ven, lo que saben, y extraigan las consecuencias pertinentes.

Pero si se mira bien, lo capital es que se tomen en serio a sí mismos, que se atrevan a opinar, a elegir, a vivir desde sí mismos y no de lo que un grupo, un partido, un periódico les dictan. Creo que a estas alturas casi todos los españoles tienen suficiente claridad; solo falta que se atrevan a vivir según ella. Si lo hicieran, obligarían a ajustarse a esa misma claridad a los que pretenden formar la opinión y regirla. Resultaría que la mentira dejaría de tener cuenta. Permítame soñar con esa situación maravillosa, que por fortuna es posible.

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