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El espíritu positivo

Cuando tenía veinte años, a petición de Ortega, traduje el «Discurso sobre el espíritu positivo», de Auguste Comte. Fue mi primera traducción. En rigor se trataba del espíritu positivista, rasgo de la filosofía de su autor, con su porción de acierto y de error.

Al hablar hoy de espíritu positivo, pienso en algo bien distinto: la actitud que propende a ver lo bueno, a retener y subrayar el aspecto valioso de lo real. Se contrapone a lo que podríamos llamar el espíritu negativo o «negativismo», que busca, casi siempre con afán, el lado peor de las cosas, lo que les falta, lo que disminuye su realidad, las manchas que las afean. Hay personas que no pueden soportar la perfección, ni siquiera la incompleta que suelen alcanzar hombres y mujeres, realidades naturales, obras humanas. Buscan ávidamente los defectos, se alivian cuando los encuentran, y en todo caso los fingen e inventan. Parecen nutrirse de las faltas, carencias, errores: en suma, del mal.

El espíritu positivo, por el contrario, sufre cuando tropieza con todo eso; no deja de verlo, tal vez es más verdaderamente sensible a ello, porque se alimenta de realidad, la necesita, deriva su alegría de ella, se complace al hallarla. Se llama muchas veces «espíritu crítico» al negativismo, lo cual es un error: el espíritu crítico consiste en mirar atentamente lo real, distinguir lo bueno de lo malo, lo existente de lo carente, «le vrai d'avec le faux», lo verdadero de lo falso, como decía Descartes.

El negativismo suele tener «buena prensa» y ser elogiado. Es revelador el modo de titular las informaciones en los periódicos -o los términos preferidos y hasta los tonos de voz en las exposiciones verbales-. Resulta a veces cómica la diversa manera de presentar, en diferentes publicaciones, la misma noticia. Hay alguna revista que, de la primera línea a la última, convierte en sucio y repugnante todo lo que menciona.

La política es con frecuencia la excusa para el negativismo, pero creo que es un error. A poco que el ciudadano conserve algún sentido crítico, advierte la falsificación que representa la interpretación sistemáticamente negativa de cuanto se hace o acontece. Donde no hay más que rencor, despecho, en los casos más graves odio, no puede residir la verdad, y por tanto aquello no se puede tomar en serio.

El espíritu positivo, precisamente por su sensibilidad para lo real, por su necesidad de vivir de ello, percibe lo que falta, lo que es desviación, acaso extravío, caída. Todo eso le duele, lo lamenta, lo señala si es menester, con el deseo o la voluntad de remediarlo. Pero la imperfección no le impide ver lo que es la mayor parte.

En esto reside el punto flaco del negativismo. Su percepción se concentra en una porción limitada de la realidad, si se hacen bien las cuentas una fracción exigua. Es una cuestión de atención, de proximidad, si se prefiere. Si alguien pone un dedo delante de los ojos, bien cerca de ellos, no ve nada ;a lo sumo, ese dedo que se interpone entre los ojos y el resto de la realidad, es decir, toda ella.

Tuve mucho tiempo deseo de escribir un artículo titulado «Don Pero». Pensaba en aquellos que, ante una realidad espléndida -una mujer particularmente hermosa, un paisaje espléndido, un libro o un cuadro maravilloso, una acción noble o heroica-, dicen: «Sí, pero.» En lugar de admirar, de exaltarse ante aquello y luego, si es menester, señalar un pequeño defecto, una leve omisión, algo que se podría añadir; y, sobre todo, con voluntad de añadirlo si es posible.

Los males existen, ciertamente, y nadie en su sano juicio podría negarlo. La maldad existe también, y es mucho más grave. Me repugna indeciblemente que se traten como «calamidades» las maldades humanas. Se habla de las matanzas, de las crueldades, de las opresiones, de las vejaciones a las personas, como si fuesen equiparables a los terremotos, las inundaciones, los volcanes en erupción, las olas de calor o de frío, los temporales. Los males proceden del engranaje de las causas naturales, del azar, de las limitaciones del mundo, que las técnicas intentan superar hasta donde es posible. La maldad tiene su raíz en la libertad del hombre -lo más precioso de él, pero también lo más peligroso-; por eso la maldad es gravísima, sobre todo porque es «evitable», porque está en nuestra mano no dejarla brotar o remediarla y corregirla.

Pero todo ello representa una fracción reducida de lo real. Todos los desastres y todas las maldades en su pavoroso conjunto son incomparablemente menores que aquello en que surgen y los rodea, lo que es afectado y herido por ello. El negativismo es, ante todo, un error de cálculo.

Lo que pasa es que la atención se concentra sobre todo en lo negativo, lamentable, perverso. He recordado muchas veces la definición que Goethe da del demonio: «der Geist, der stets verneint», «el espíritu que siempre niega». La palabra decisiva es «siempre» -por eso lo peor del diablo es su monotonía-. Hay que negar algunas veces, pero ¿siempre? Goethe emplea certeramente la fórmula del negativismo.

Esa monotonía hace que, en cualquier circunstancia, sepamos ya lo que algunos van a decir. Van a «oponerse», a «descalificar», a «condenar» -sobre todo si se trata de algo bueno, inteligente o acertado-. Lo peor de todo, y lo más difícilmente curable, es que el negativista lo es primariamente de sí mismo. Tiene un profundo descontento, tal vez un desprecio de su propia realidad. Y esto es también un error, un error más: ninguna persona como tal es despreciable; lo son sus actos, sus palabras, su conducta; la persona misma, no. Y por eso la adversa sentencia que el negativista pronuncia silenciosamente contra sí mismo no tiene por qué ser definitiva. Su mal no es incurable, precisamente porque el hombre es libre y tiene la capacidad de volver sobre sí mismo, rectificar, arrepentirse, escapar del error.

El espíritu positivo está alerta ante la realidad entera. No la confunde con ciertas porciones de ella, que están ahí, en su puesto, que en últimas cuentas es bastante reducido. Ahora que se hacen tantas estadísticas y sondeos, sería interesante comparar el desplazamiento de lo malo y dañoso en la imagen que nos presentan los medios de comunicación con el puesto real que tiene en el mundo. Y no digamos si no pensamos sólo en «el mundo», en el planeta que habitamos, sino en la realidad íntegra, pasada y presente, futura o simplemente posible, en lo que se puede imaginar, esperar y, en alguna medida, hacer.

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