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Vivir contra la verdad

Tengo que remontarme a los primeros días de 1947, a mi viejo libro «Introducción a la Filosofía»; en él me planteé una cuestión importante: las relaciones del hombre con la verdad. Enumeré varias posibilidades: vivir en el ámbito de la verdad, en el horizonte de la verdad, al margen de la verdad. Después de caracterizarlas, añadí: «Por último, en cuarto lugar, es posible una situación extremadamente anormal y paradójica, que es la de vivir "contra la verdad". Y es -no nos engañemos- la dominante en nuestra época. Se afirma y quiere la falsedad a sabiendas, por serlo; se la acepta tácticamente, aunque proceda del adversario, y se acepta el diálogo con ella: "nunca con la verdad"... Y ¿por qué vivir contra la verdad? ¿Por qué esa voluntaria adscripción a la mentira en cuanto tal? La razón no es demasiado oculta: en el fondo, se trata simplemente del miedo a la verdad.»

Cuando alguien vive sobre ideas y creencias de cuya falsedad está convencido, siente que la presencia de la verdad destruye ese fundamento y con ello su «contra vida», porque la inautenticidad es el modo de «no ser» de la vida humana.

Decir esto en aquella fecha era improbable y no carecía de riesgos; lo grave es que, al cabo de más de medio siglo, esos párrafos tengan considerable vigencia. No total, ciertamente; el horizonte de la verdad está más abierto; se han disipado algunas inmensas ofensivas contra la verdad. Pero esa actitud persiste, y el temor a la verdad o el odio hacia ella no han desaparecido enteramente.

La verdad se detiene temerosamente ante algunas cuestiones, hechos, personas, que siguen gozando de un extraño «respeto». Se dice la mitad de la verdad, pero no se pasa de ahí. Se puede decir cuanto se quiera acerca de algún totalitarismo, pero se guarda silencio respecto a otros, incluso cuando son actuales y no pasados. Se dice que los nacionalismos de algunas naciones han tenido consecuencias funestas, atroces; pero los nacionalismos de lo que no son naciones -más falsos todavía- se dedican a segregar falsificaciones incontables. Espero con impaciencia el resultado del examen que la Real Academia de la Historia anuncia sobre los libros en que esta disciplina se enseña. A la mayoría de sus miembros, con los que me une excelente amistad, he pedido durante varios años que emprendan corporativamente esa tarea urgente, además de lo que individualmente habían hecho.

Se ha hablado en estos días de don Niceto Alcalá Zamora, con respeto y estimación, y de la reparación de un extraño agravio; pero se ha ocultado púdicamente que fue despojado, injusta e ilegalmente, de la Presidencia de la República, precisamente por los que habían pedido la disolución de las Cortes, es decir, por haberlos complacido, y que estuvo en grave peligro en ambas zonas de la guerra civil, lo que lo obligó al exilio.

Lo más grave es que estos ejemplos españoles no son más que una muestra de lo que en gran parte del mundo -la menos mala- se sigue practicando, y en el resto menos afortunado es la condición misma de la vida pública, lo que refluye angustiosamente sobre la privada.

Pero conviene precisar las cosas hasta donde sea posible. En el libro que he citado, en sus primeros capítulos, escritos en el otoño de 1945, recién terminada la Guerra Mundial, escribí una frase durísima: «La vocación de nuestro tiempo para la pena de muerte y asesinato». Pues bien, en el espacio de una generación, desde 1946, las cosas mejoraron sensiblemente. Se recobró en cierta medida el respecto a la vida humana, se dilató el margen de libertad; se inició un movimiento de solidaridad hasta con los enemigos- el Plan Marshall fue un ejemplo de bondad e inteligencia, que suelen andar juntas-. Hubo unas cuantas figuras que iniciaron, sin rencores y con fidelidad a lo real, la reconciliación, la reconstrucción y el comienzo de la unión de Europa.

No duró mucho esta bonanza. Si no me equivoco, hacia 1960 empezó el retroceso. Por esas fechas adquirieron fuerza y desarrollo los tres mayores males de este siglo: el terrorismo organizado, la difusión de la droga, la aceptación social del aborto. Comenzó igualmente el descenso de la calidad intelectual en casi todo el mundo, los primeros síntomas de una decadencia que nos amenaza cada vez más, a pesar de la fantástica capacidad creadora de este siglo, anulada por su olvido y abandono.

El origen de eso data de unos decenios antes, de la profunda perturbación de Alemania desde Hitler, que arrastró a otros países, pero treinta años después recibió refuerzos considerables. El año 1968 es símbolo de un recrudecimiento de la ofensiva contra la verdad, pero ya llevaba un tiempo de existencia. Si se hace el balance de lo que en aquellos años parecía la realidad, de lo que gozaba de ilimitado prestigio en todos los campos, se ve hasta qué punto se padeció una desfiguración admirablemente bien organizada y orquestada. Desde entonces han pasado muchas cosas, buenas y malas. Se han dilatado las posibilidades. Los peligros que corre la libertad persisten, por supuesto, pero son menores. No hace falta particular heroísmo para decir lo que se piensa -durante bastante tiempo no era demasiado fácil,-. Son muchos los que sienten temor de que se les recuerde lo que dijeron, escribieron o hicieron en épocas pasadas.

Al menos, ahora se puede ejercer y proclamar lo que se considera verdadero y justo. Lo grave es que no se aproveche ese precioso margen de libertad, que permite una vida digna, sin rubor ni desaliento.

Creo que el mundo que va a existir desde ahora puede ser incomparablemente mejor que el que todavía persiste, con la sola condición de que se viva de acuerdo con las posibilidades reales que ya existen en la porción del mundo que debería ser orientadora del conjunto si decidiera ser fiel a lo que debe ser su vocación.

Un programa para el siglo XXI podría ser: la reconciliación del hombre con la verdad.Y esto sería, por supuesto, la reconciliación del hombre consigo mismo. Es decir, con su condición personal, con su irrenunciable libertad, con su doble realización c

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