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Felipe II
El año pasado ha estado lleno de conmemoraciones del cuarto centenario de la muerte de Felipe II. Lo más interesante es que se ha dedicado considerable atención a una figura decisiva en la historia de España y, por supuesto, en la del mundo. Varios libros, cursos, conferencias, exposiciones, coloquios en la televisión, han mostrado que la sociedad española -con algunos estudiosos e investigadores extranjeros- ha vuelto la mirada a algo particularmente importante, con voluntad de comprensión, de revisión de tópicos, de dilatación del horizonte.
No han faltado gestos de malhumor. Algunos han visto con despego que se hayan escrito libros que acaso hubiesen deseado escribir -esto es algo que difícilmente se perdona-. Ha dolido que se descubra la magnitud de España y de los que la dirigieron en la segunda mitad del siglo XVI -y, por supuesto, antes y después-: se ha dado por supuesto la mediocridad de todos ellos, a pesar de la inverosimilitud de que fueran decisivos en la complejísima operación de regir una inmensa porción del mundo.
Ha sido, por supuesto, desigual el resultado de esa mirada retrospectiva, y todavía más variable su resonancia pública, su eco en los medios de comunicación. El interés de esto no reside en la «fama» de que puedan gozar sus autores, sino en la posibilidad de su aprovechamiento, de que se parta del esfuerzo de algunos para lograr una mayor comprensión de la realidad.
Existe una especie de consenso tácito para que los esfuerzos intelectuales españoles caigan en el vacío y no tengan consecuencias. Sería aleccionador hacer un catálogo de las cosas de que por principio «no se habla». Contrasta esto con la respuesta de la sociedad a esas mismas cosas: conferencias y cursos rebosantes de oyentes, con extraña asiduidad, y participación creciente de jóvenes; ediciones y reediciones de libros de pensamiento rara vez comentados, tal vez ni mencionados.
Los azares de la cronología hacen que el centenario de Felipe II se haya estudiado antes de que se cumpla el del nacimiento de su padre, Carlos I, es decir, del Emperador Carlos V. Hubiera sido mejor aclarar la enorme figura europea -y americana, no lo olvidemos- de la primera mitad del siglo XVI, para seguir adelante; pero no importa, y no carece de interés ver la época de Carlos V desde sus consecuencias, ya que se narra siempre desde los proyectos. Por eso me parece necesario que se retenga lo que ha dado la visión del mundo de Felipe II, y que no se desvanezca en el olvido.
Entre los muchos esfuerzos por mejorar su comprensión se puede recordar el curso anual organizado por la Fundación de Estudios Sociológicos (Fundes), que versó precisamente sobre Felipe II. Como es habitual no se habló para nada de él. Ahora se ha publicado un número extraordinario de «Cuenta y Razón» con la totalidad de las conferencias de ese curso. Es un libro más que se añade a los demás del centenario.
Como es habitual, inicié y terminé el curso, para presentar la cuestión y hacer en cierto modo su balance. Estudié «La Europa de Felipe», para situarlo en contexto efectivo, ya que Felipe II fue el rey europeo que conoció más Europa y residió más tiempo en diversos países, fuera de sus reinos. Y para terminar examiné una figura humana de ese tiempo: «Un español del reinado de Felipe II:Cervantes». Fue primariamente un escritor del tiempo de Felipe III, del temprano siglo XVII, pero se formó y vivió tantos años en el reinado anterior, en el siglo XVI, lo que significa que Cervantes ese hombre original y sin el cual no se entiende la España posterior, fue «posible» en esa época, lo que obliga a revisar la imagen usual que de ella circula.
Pero lo verdaderamente valioso fue el estudio de diversas dimensiones de la realidad de ese periodo histórico. «El arte en España», por Fernando Marías; «La economía», por Gonzalo Anes; «El Escorial: una revolución en la Arquitectura», por Fernando Chueca Goitia; «Portugal y Felipe II», por Fernando Bouza; «Las Indias en tiempo de Felipe II», por Francisco Morales Padrón; «Las mujeres de Felipe II», por Carlos Seco Serrano; «El nivel literario en el tiempo de Felipe II», por Gregorio Salvador.
Unas cuantas miradas convergentes, desde distintas perspectivas, que parten de diversos supuestos, con el uso de métodos diferentes, que tienen en común la competencia y la voluntad de esclarecimiento. Componen un verdadero libro, cuya unidad estriba en la realidad considerada de varias maneras; es esa realidad -la de un mundo, unos personajes, una figura central en torno a la cual se mueve el conjunto- la que impone una convergencia de las visiones, de gran diversidad, lo que hace posible la libre «construcción» de un fragmento de la historia.
El resultado es bastante sorprendente. Ante todo, ¡qué interesante esa fracción del mundo y esa etapa de la historia! Se despliega ante los ojos un panorama fascinador, un drama con personajes complejos, en muchos casos apasionantes, contrapuestos, incluso consigo mismos. En segundo lugar, todo eso resulta inteligible, penetrado por una luz, la de la interpretación, que descubre las conexiones; que cumple la función de la historia, que es ella misma «razón», que da razón de lo real. Y no sólo eso, sino la inesperada riqueza que desborda por todas partes lo que da la visión abstracta, parcial, no digamos si es partidista.
Se ha conseguido, gracias a múltiples esfuerzos, un enriquecimiento particularmente valioso: la toma de posesión de una parcela significativa de nuestra realidad. Y al decir «nuestra» no la reduzco a España, porque nunca ha estado sola, menos aún en el momento en que estaba en todas partes, en que tenía que habérselas con casi todo el mundo, en que éste dependía de los actos y gestos españoles, inesperable, impensables sin la realidad total.
Se desprende del análisis de esa época una lección que muestra la imposibilidad del provincianismo. Y a la vez la posibilidad creadora de una realidad histórica limitada que tiene conciencia de sí misma, cuyos problemas son universales, que tiene que hacerles frente desde sí misma, es decir, desde una perspectiva, un proyecto, unas trayectorias abiertas al éxito o al fracaso, al destino próspero o adverso.
Y lo más visible es que los españoles de entonces estaban persuadidos del interés de lo que pretendían hacer y ser, de que aquello en que estaban empeñados estaba justificado, valía la pena, y justificaba los posibles reveses de la fortuna, que no impiden seguir el camino libremente elegido.
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