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La complacencia en la mentira
La mentira, que se debe distinguir pulcramente del error, es uno de los mayores males de la humanidad, quizá el más importante, junto a la falta de amor -o esa variante suya que es el desamor-. Por diversas causas, siempre ha abundado;una de ellas la señaló perspicazmente Antonio Machado: «Se miente más de la cuenta -por falta de fantasía; -también la verdad se inventa». La falta de imaginación lleva a mentir; es una forma de carencia.
Hay tiempos y lugares en que la mentira se hace especialmente frecuente. Es uno de los hechos más inquietantes -y para mí más repulsivos-. Si se tiene experiencia de la vida, lo que no es seguro, ni se adquiere automáticamente con la edad, el aumento de la «densidad» de la mentira es motivo de preocupación: «Algo pasa», se piensa; o, con mayor zozobra: «Algo va a pasar».
Brindo a los historiadores -que los hay, y muy buenos, y algunos admirablemente veraces- la investigación, desde este punto de vista, de lo que sucedió en España entre el otoño de 1933 y el verano de 1936. Sería todavía más apasionante indagar el florecimiento de la mentira en Alemania, mejor en toda Europa, por las mismas fechas, quizá un poco antes. Creo que la espesa cortina de mentiras oscureció la realidad, cerró el horizonte, produjo alteraciones en los que las recibieron, hizo posibles los grandes desastres, que acaso se hubiesen podido evitar, si esas mentiras se hubieran descubierto y mostrado.
Pero se miente de muchas maneras. El estilo «literario» -llamémoslo así- es revelador; la televisión, fantástico difusor de las mentiras, es a la vez un instrumento para descubrirlas y filiarlas, si se presta atención a lo que se ve y oye. Hay quien miente a pesar de que sabe que lo que dice es falso; hay quien lo hace «porque» sabe que es falso, precisamente por eso. A veces lo hace con malhumor, con ira, más o menos disimulada, a sabiendas de que se está envileciendo para envilecer a los demás, y da el propio envilecimiento por bien empleado. Hay, sin embargo otra forma de mentir que me parece todavía más peligrosa: aquella que va acompañada de complacencia. Hay personas a quienes «les gusta» mentir. Mienten no sólo por conveniencia, o porque se les ordena, sino «por vocación». La mentira, en estos casos, suele ir acompañada de una sonrisa.
Siempre se ha dicho que la risa es lo más propio del hombre, y la sonrisa es lo más refinado de ella. Pero hay muchas variedades. «Reírse de» alguien no es nada simpático; «reírse con» alguien es noble y confortador. A la risa y a la sonrisa les pertenece un ingrediente de alegría, y es inquietante que falte. La sonrisa hostil -que nuestra lengua llama certeramente «sonrisilla»- es reveladora.
¿De qué? Por lo pronto, del descontento del que la usa. Y de ese descontento profundo, que no afecta a la «situación» -cómo le va a uno-, sino a la «condición» -quién se es-. Este descontento es sumamente peligroso, sobre todo si se tiene fama, o más aún, poder.
No es difícil descubrirlo en la mayoría de los ejemplos de monstruosidad en la historia. Y es curioso que en algunos casos, en que ha sido menor ese descontento, han resultado monstruos «veniales».
La historia es un asombroso muestrario que nos ofrece amplísimo campo. Con tal de que se tenga prudencia y modestia, es decir, la convicción de que se sabe poco de quiénes eran las figuras del pasado, la inseguridad de ese conocimiento, la probabilidad del error.
El presente tiene la ventaja de la realidad, la posibilidad de comprobación, de reiteración, de contraste. Lo malo es que no se utilicen demasiado los instrumentos de orientación. El afán de notoriedad, de «fama» de muchos hombres dedicados a la investigación y el estudio -lo que en otras épocas no era frecuente- hace que hagan constantemente declaraciones, exhiban sus «desubrimientos», predigan sus inmensas consecuencias.
Pierdo toda confianza, dejo de interesarme, y esta actitud acaba por desteñir sobre algunas disciplinas en que esto se generaliza.
En el ámbito de la política la cosa es más clara aún, y debería ser más eficaz. Si alguien miente, dejo absolutamente de confiar en él y no pongo la menor esperanza en lo que significa. Se dirá -se dice siempre- que «los políticos mienten». No es absolutamente cierto, y mis preferencias van a los que no lo hacen. En alguna medida casi todos caen en formas «reducidas» de mentira, por ejemplo la exageración o la simple ocultación de parte de la verdad.
Uno de los defectos constitutivos de la democracia es que el poder se consigue mediante elecciones, es decir, logrando gran número de votos, y estos suelen responder a las promesas que los políticos hacen, con mayor o menor responsabilidad y fundamento. Siempre he pensado que la democracia no será sana hasta que algunos partidos se atrevan a «no prometer» lo que no se puede, a declarar que no lo hacen porque no quieren engañar; es una táctica arriesgada, pero aplicada con talento y energía puede ser salvadora.
Esta posibilidad es estrictamente lo inverso de la complacencia en la mentira, que para mí entraña la máxima descalificación. Con el que miente con deleite, gozando con ello, no se puede ni cruzar la calle. Lo probable es que lo empuje a uno debajo del primer camión que pase -y tales caminos nunca faltan-.
No comparto la visión desoladora del hombre, que goza de tanto favor y tan buena prensa. Creo que la mayoría de las personas son bastante «decentes» -palabra gastada, poco usada, que habrá que rehabilitar-; he encontrado a lo largo de mi vida muchas personas decididamente buenas -sin duda más mujeres que hombres, y conviene decirlo y sacar las consecuencias-. A la mayoría de esas personas les gusta lo bueno, aunque acepten pasivamente la bazofia bien aliñada y ensalzada; en su vida real, prefieren lo mejor. Son capaces de admiración, y siente repulsión ante lo que la merece, aunque muchas veces no se atrevan a decirlo, por la presión de lo que oyen, ven o leen. Pero, como dice la graciosa expresión de nuestra lengua, «otra les queda dentro».
Con esos elementos se podría eliminar la mentira y avanzar confiada, esperanzadamente, acaso ilusionadamente, en el porvenir.
Del director
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