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Legitimidad

Es evidente que en nuestro tiempo -y no en otros, por supuesto- la única forma legítima de gobierno es la democrática, aquella que se funda en la voluntad libre y expresa de los ciudadanos, renovada y refrendada periódicamente, con posibilidad de rectificación. Con una condición: que sea posible, efectiva, real, que se den las condiciones necesarias para su ejercicio. Si no sucede así, se trata de una falsificación de la democracia, es decir, de una democracia pervertida, la forma más plena de ilegitimidad. Se da por supuesto que hay democracia allí donde se celebran elecciones, aunque sea sin libertad, bajo amenazas, sin conocimiento de lo que se decide, sin opinión pública, sin que se exprese la voluntad real de los habitantes, a los que es abusivo llamar «ciudadanos».

Dígase en cuántos países se cumplen las condiciones mínimas para que pueda existir verdadera democracia; el resultado de cualquier examen es desolador. La legitimidad o ilegitimidad se dan en diversos grados, desde la plenitud de la primera hasta su absoluta inexistencia, es decir, el imperio de la total ilegitimidad; y digo «total» porque la falsificación de la aparente legitimidad democrática impide la legitimidad «residual» que hace posible la convivencia. Los romanos lo sabían muy bien: leges sine moribus vanae, las leyes sin las costumbres son vanas. Son las realidades sociales, a última hora personales, las que insuflan vigor y fuerza a las normas, es decir, «vigencia». Lo decisivo es el conjunto de mores, la moral, sin la cual todo se convierte en una falsedad. Ahora bien, en nuestra época, no sólo flaquean los principios, sino que hay organizaciones, grupos, partidos, multiplicados por poderosos instrumentos de comunicación, dedicados a minar, desprestigiar, ridiculizar, todos los principios morales; se acomete, con enormes recursos, una empresa de desmoralización. Hay porciones de mundo en que esto es particularmente claro.

Con muy pocas excepciones, y no demasiado fuertes, el continente africano es un caso palmario de ilegitimidad establecida. Si se descuenta un siglo aproximadamente, el período de colonización europea -evidentemente impuesta, abusiva, con egoísmo notorio-, ni antes ni después ha habido rastro de legitimidad. Durante ese siglo, los africanos no se mataban entre sí como una norma; disfrutaban de una convivencia aceptablemente pacífica, de un nivel de vida casi satisfactorio, con caminos, trenes, teléfonos y telégrafos, hospitales, escuelas, un sistema de leyes ajenas pero beneficiosas. Actualmente, en una serie de países cuya enumeración sería larga, los habitantes se matan a millares -o cientos de millares-, poblaciones enteras se desplazan en el mayor abandono, brotan dictaduras de partido único que compran armas para dominar a los habitantes o invadir a los vecinos.

No hay que buscar tan lejos. En Europa, en el último decenio, se han multiplicado las feroces luchas internas en lugares en que al menos se convivía pacíficamente, acaso sin libertad suficiente, pero sin odios desencadenados. En lo que fue Yugoslavia se ha luchado ferozmente, con incontables millares de muertos, para formar comunidades nacionalistas -que se llaman naciones-, que han cesado las matanzas gracias a una ocupación internacional, y se teme con fundamento que se reanudarían si desapareciese la presencia de miles de soldados europeos; a nadie se le oculta que esto es costoso, peligroso y a la larga insostenible. En estos días, se está luchando de manera salvaje en parte de Serbia, y para impedirlo se ha desencadenado una intervención internacional tan justificada como desoladora y peligrosa.

Es decir, que existe, dentro de Europa, en el seno de lo que se llama «civilización», la máxima violencia, el desprecio de la ley, una situación absolutamente inaceptable. Y, en forma menos aguda y descarnada, en casi todas partes hay núcleos destructores, devastadores, que llevan a cabo ofensivas contra la convivencia, la libertad, la estabilidad, la prosperidad, y muy especialmente los principios de la vida privada, del equilibrio personal. ¿Qué se puede hacer? La tentación, tras alguna reflexión, es contestar: Nada. Casi todo lo que se hace es ineficaz, nulo, cuando no dañino y contraproducente. Pero no puedo resignarme a esa desoladora conclusión. Creo que se puede hacer algo, aunque no precisamente lo que se hace, y que consiste en dar por supuesto que hay que aplicar los esquemas abstractos de la democracia o encogerse de hombros.

Hay que averiguar qué es lo que pasa, y por qué. Hay que identificar a los destructores, sean individuos, grupos, países o «doctrinas». Hay que defender o restaurar los principios morales; es decir, hay que actuar, ante todo y principalmente, sobre las personas, antes que sobre las instituciones. Hay que promover una enérgica campaña de afirmación de la verdad, de desenmascaramiento y rechazo de la mentira, cuyo influjo es pavoroso. La primera consecuencia sería el restablecimiento de la libertad personal, condición de la política. No se puede tener libertad si no se es libre, y todo fanático es cautivo de la mentira.

Desde mi juventud defino al liberal como «el que no está seguro de lo que no puede estarlo». Por eso, el temple del liberalismo es la «melancolía entusiasta» o, si se prefiere, el «entusiasmo escéptico». Por eso, la única democracia valiosa y deseable es la que está inspirada por el liberalismo democrático, la única manera de conseguir la legitimidad. Pero no se caiga en el error de pensar que se trata de política. A una política digna y aceptable hay que «llegar», partiendo de la vida misma, es decir, de la vida personal. Los problemas económicos, sociales y políticos son muy importantes, pero es ilusorio querer resolverlos aisladamente. Su clave está en algo más hondo y difícil: el establecimiento de las normas internas de la vida personal, la claridad sobre su consistencia y sus requisitos.

Solamente sobre ese suelo se puede edificar una convivencia digna de lo humano. A última hora, lo que hay que defender es la propia realidad, la intimidad. Con diversos pretextos, se la está invadiendo y violando todo el día y todos los días, en medio de una aterradora pasividad de casi todos. Hay que afirmar enérgicamente lo que verdaderamente se estima y desea. Para ello hace falta claridad y, no lo olvidemos, un poco de valor.

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