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Tomar en serio

Cada vez que sucede algo verdaderamente grave e importante, de largas consecuencias, hay una general reacción de «sorpresa». Aquello no se esperaba; irrumpe en nuestras vidas sin que estemos preparados a cogerlo, a reaccionar frente a ello de manera inteligente y responsable, poniendo en juego nuestra experiencia y nuestras ideas, los recursos intelectuales de que se supone que disponemos. Y, sin embargo, es muy probable que eso que está aconteciendo y a lo que no sabemos hacer frente haya sido previsto, anticipado, interpretado, comentado; es decir, que esa extraña sorpresa encierra una extrañeza más: que sea una sorpresa. En mi reciente artículo «Legitimidad» traté de examinar la situación en que se encuentra gran parte del mundo, en diferentes formas, y descender a los estratos profundos de la realidad, sin quedarme en la superficie, lejos de las verdaderas causas.

Como siempre que se lleva a cabo esta operación, llegué a la evidencia de que el remedio de nuestros males, si existe, no se encuentra en las instituciones, en las opiniones engendradas en diversos lugares, difundidas y potenciadas por los medios de comunicación -la gran novedad de nuestro tiempo, que ha cambiado incluso en ritmo de la variación social- sino en las personas individuales, en cada uno de nosotros, en la actitud y la conducta de las innumerables porciones de humanidad que componen el mundo y sus articulaciones reales. Tengo la impresión de que cuando se dice algo justificado, con respeto a la realidad, los que oyen o leen descubren su verdad, acaso su evidencia, incluso su necesidad, la convicción de que «es así», de que «tiene que ser así», y se movilizan hacia una postura que lo tiene en cuenta. Si en algo tengo esperanza es en esta reacción a la verdad manifestada, hecha patente -en eso consiste la verdad-.

Y, sin embargo, no se puede confiar demasiado; tan cierta es esa actitud como su fragilidad, la propensión en la recaída en lo anterior a esa «iluminación», que resulta pasajera y, en definitiva, poco eficaz. Son muchos -casi todos- los que, persuadidos de que son ellos, con sus recursos personales, los que pueden enderezar las cosas, afirmar los principios que les parecen válidos y necesarios, se preguntan «¿cómo hacerlo?». Necesitan un «modus operandi», una pauta de comportamiento que pueda ser eficaz, que asegure la continuidad, la coherencia, la posibilidad de modificar las cosas en el sentido deseado, que se considera indispensable.

La clave podría ser la decisión de tomar en serio lo que se ve, lo que se quiere. Es capital la distribución de la estimación, de la confianza, que condicionan dónde se puede poner la esperanza. Distinguir de personas es la primera exigencia. La capacidad de admiración, que suele ser escasa, es el mayor enriquecimiento, con la sola condición de que se la ponga a prueba; pero si esa prueba es resistida, hay que extraer las consecuencias permanentes, quiero decir seguir contando con aquellas personas que, en cualquier orden, lo merecen. El olvido o abandono de los estimables, siguiendo los azares de la popularidad o los cambios de la política, es algo destructor. A la inversa, la desestimación, que puede llegar al desdén, debe igualmente ser un factor decisivo.

La mentira comprobable no solo es rechazable, sino que debe descalificar al que la practica y llevar consigo la pérdida de todo crédito. No digamos si algunos individuos, o grupos considerables, o partidos enteros, se entregan a la desfiguración, a la difamación. No se les puede prestar la menor atención, hay que excluirlos del juego de las posibilidades. Las gentes que mantienen una adhesión sin límites, «pase lo que pase», a los que se comportan como indeseables, renuncian al derecho a ser respetados y tenidos en cuenta. En esta actitud está el fundamento de todos los horrores de la historia, en la servidumbre inquebrantable a los falsarios, a los fanáticos, a los dispuestos a toda violación de la realidad, al desprecio de la verdad. Un enorme sistema de complicidades ha llevado, y sigue llevando, a los mayores desastres, que suelen ser irreparables.

Una de las formas que adoptan es la violencia desatada, de la cual hay en estos mismos días abundantes ejemplos. Pero no se ve siempre el proceso de su gestación. Antes de llegar a la opresión implacable, al despojo de las libertades, a la tortura o la muerte, existe su preparación, su anuncio, su propaganda. Cuando se ve el odio desmelenado, la agresión verbal al que se considera enemigo o simplemente discrepante, tal vez simplemente «distinto», se está en el camino probable de la destrucción. Es curioso que la serenidad, la mesura, la caballerosidad, las buenas maneras, sobre todo si se unen a la veracidad y el valor, tienen «mala prensa». Sorprende ver la hostilidad que despiertan en algunos los ejemplares, por desgracia no muy frecuentes, de esos rasgos que acabo de enumerar.

Y esta situación debería ser aleccionadora: causa de adhesión para los que merecen ser admirados, de desprecio para los que se indignan de esa ejemplaridad. Imagínese un proceso electoral, a cualquier nivel, desde el local hasta el europeo, que se rigiera por estos criterios. Y no se trata solo, ni primariamente, de política. Es lo más visible, y lo que tiene consecuencias más inmediatas. Pero, no me cansaré de repetirlo, sus raíces son más hondas y más importantes. El sistema de las estimaciones opera en diversos estratos de la vida, y los más profundos y menos visibles condicionan el conjunto. Cuando ese sistema es en suficiente medida acertado, una sociedad tiene un grado aceptable de salud.

Esto explica ciertas «anomalías» que la historia muestra, la coexistencia de una vida pública lamentable con una capacidad creadora que sorprende, o a la inversa, la esterilidad de pueblos cuyo funcionamiento exterior se aproxima a la perfección. He señalado que las estimaciones intelectuales y literarias de muchos españoles permanecieron extrañamente certeras en los años más difíciles posteriores a la guerra civil, a pesar de las fuertes presiones gubernamentales y partidistas, y cómo esto se fue perdiendo al cabo de los años, cuando las presiones no eran enérgicas y eran más fáciles de resistir.

La pérdida principal, entonces y en otras coyunturas históricas, es la de autenticidad. Lo que se dice, lo que se repite una vez y otra, lo que se difunde, pesa de tal manera que se elogia, se critica, se compra, hasta se come y se bebe, lo que no gusta, incluso lo que desagrada. Es frecuente oír elogiar a un «intelectual» que goza de gran fama, a quien apenas se ha leído, de quien no se recuerda ni una idea, ni una imagen, ni un verso. Se empieza así y se acaba sosteniendo, apoyando, eligiendo a partidos o personas que inspiran desprecio o temor; un temor que impide confesárselo y atreverse a reconocer lo que se siente.

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