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El punto de partida

En la vida en general, en la histórica, de un modo aún más visible en la cultural, es necesaria la continuidad, que es precisamente el imperativo de continuar, lo contrario del «continuismo»; por tanto, la perpetua innovación. Las rupturas son estériles en el mejor de los casos, y casi siempre significan retrocesos. Sería fácil comprobarlo con un recorrido de la historia. Contra la opinión dominante, siempre he creído que España es un país de muy escasas rupturas, y en eso ha consistido su excepcional fecundidad histórica y su solidez; las rupturas han sido sus tentaciones, sus momentos de debilidad, sus fracasos. Esto es especialmente visible en la cultura española: en cada momento de ella, lo decisivo es el punto de partida. En cada campo, en cada disciplina, se ha alcanzado un nivel desde el cual se sigue investigando, pensando, creando.

Si ese nivel se posee efectivamente, lo que se hace desde uno mismo lleva forzosamente más allá. La originalidad es consecuencia inevitable de la autenticidad, por la unicidad irreductible de cada persona y cada perspectiva. La condición de la originalidad es que no se la busque: se dará por añadidura. hace mucho tiempo dije que el hijo es inexplicable sin el padre pero irreductible a él: viene del padre y va hacia sí mismo. Cada vez parece más evidente la riqueza y creatividad de la cultura española desde fines del siglo pasado hasta ahora; es decir, de lo que todavía es «presente», del comienzo de nuestro tiempo. En algunos aspectos se ha mantenido esa continuidad, se ha poseído la herencia, desde ella se ha imaginado, inventado, y eso ha conservado y acrecentado lo que se va descubriendo como esplendor. Sin embargo, la pereza, la envidia -esas dos funestas fuerzas que explican gran parte de la historia-, el partidismo, han perturbado en algunas zonas, acaso en ciertas generaciones, el mecanismo sano de la historia.

Durante más de un siglo, en España se han descubierto, elaborado, realizado porciones extremadamente importantes del pensamiento, la literatura, el arte de Europa. Una curiosa modestia, en principio simpática, ha evitado la jactancia pero ha dificultado la posesión. A veces ha llevado a desconocer o negar lo que han hecho «otros», con un extraño rencor, que hubiera sido mejor sustituir por la decisión de hacer algo comparable o superior. Si a esto se añade la hostilidad partidista, el resultado es funesto. En los últimos tiempos, percibo una decisión tácita, probablemente bien planeada y orquestada, de renunciar a cuanto se ha hecho en España desde hace algo más de un siglo. No es que la actitud sea mucho más favorable respecto a los antiguos; pero con ellos basta con olvidarlos: no se los siente como «rivales», no hacen sombra, son inofensivos.

Hay innumerables profesionales de la cultura, investigadores, críticos, profesores, congresistas, que evitan escrupulosamente toda referencia a lo que se ha hecho desde el tiempo de sus abuelos. Actúan como «huérfanos» en tercera potencia. Ávidos de citar lo que probablemente no han leído, de conseguir «menciones» en las «revistas especializadas», parecen ignorar todo lo que se ha hecho en el país y la lengua a que pertenecen. Imagino lo que sería partir de allí donde se está. Porque lo más interesante es que precisamente España, en el tiempo a que me refiero, y justamente por su «modestia» cultural, reconocida incluso más allá de lo justo, ha sido el país menos «provinciano» de Europa, abierto a todo, dispuesto a aprender, a conocer lo que se ha hecho o se hace en cualquier parte, con diversas inspiraciones, en varias lenguas. Algunos autores recientes, ya muertos, han donado sus bibliotecas, sus obras de arte, a academias u otras instituciones; han sido hombres esforzados, de vida dura y dificultosa, de escasos recursos. Es asombroso lo que tenían en sus modestas viviendas, lo que habían visto y leído, de lo que habían nutrido unas vidas y unas obras que apenas se pueden creer.

Imagínese lo que sería que todo eso fuese poseído, utilizado, prolongado, por las generaciones que van a dominar el siglo XXI. Que todo eso fuese el punto de partida a que se agregaría su obra personal. Se tiene al hacerlo una visión de esplendor, que permitiría ver con esperanza el porvenir. La situación predominante es de inaudito empobrecimiento. No por escasez de recursos y posibilidades, sino por renuncia. Las herencias se pueden recibir «a beneficio de inventario», no a ojos cerrados, sino tras un cuidadoso examen. En los asuntos de que estoy hablando, esto es esencial. Ante el pasado hay que tomar una actitud receptiva y crítica a un tiempo. En su forma plena, una combinación de entusiasmo y exigencia. Algunos españoles, por supuesto, lo hacen. Toman posesión de lo que han encontrado, lo estiman y aprecian, lo veneran en algunas ocasiones. Temo que corran un riesgo, que los domine la admiración, que no se atrevan a seguir adelante, a dar los pasos posibles y necesarios, más allá del punto de partida, que no puede ser más que eso. Temo que no tengan demasiado éxito; que los que hagan ruido, reuniones, congresos, consigan puestos y honores, sean los demás.

Pero serán esos pocos los que hagan algo valioso y que puedan quedar los que nos lleven algo más lejos de donde estábamos, en todos los campos, en todas las dimensiones de la vida. Lo grave es que se trata de la vida entera de nuestra nación, que necesita de ese fermento, tan reducido, que debe ser tan modesto y poco visible, que llamamos la vida intelectual, literaria, artística. Ni siquiera es necesario que se hable mucho de ello. Lo importante es que el torso de la sociedad se nutra de ello, absorba las vitaminas que encierra, reciba el impulso para ir adelante en el conjunto de las actividades necesarias y en el valor, la intensidad, el sabor de la vida cotidiana. Las fragmentaciones -de porciones de un país, de generaciones, de ideas y puntos de vista- es el gran factor de decadencia. La coherencia, la posesión de lo que existe, la conciencia de lo que falta, la voluntad de poner remedio a las carencias, la conciencia clara del nivel alcanzado en el mundo en que se vive -sin eliminar la comprobación de que ese nivel es inadecuado e insuficiente-, todo eso es la condición de que podamos entrar dignamente, sin ostentación ni jactancia, dispuestos a aportar simplemente lo que somos, más aún, lo que pretendemos ser, en ese tercer milenio que se abre ante nosotros como una inmensa pregunta.

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