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La capacidad de no enterarse

Son frecuentes las quejas -a menudo airadas- de que tal o cual realidad, por ejemplo una persona, está olvidada y abandonada, y es desconocida. En las últimas semanas ha habido lamentaciones varias sobre Ramón Gómez de la Serna. Nada menos oportuno ni justificado. He sido desde hace más de sesenta años entusiasta admirador de Ramón, a quien conocí en 1936, vi varias veces en Buenos Aires, escribí sobre él un largo ensayo, otro más breve con ocasión de su muerte en 1963, le dediqué mucho después un artículo, «Orgullosos de su alma», comentando esta espléndida expresión suya; hace un par de semanas le dediqué una de las conferencias de mi curso «Antepasados vivos», repleta de la estimación que merece este escritor, genial como muy pocos. Pero esto no tiene importancia.

Mayor es la existencia, desde hace muchos años, de un instituto de la Universidad de Pittsburgh dedicado a la colección de sus escritos y el estudio de su obra. Y todavía más: el Círculo de Lectores tiene en curso de publicación la edición de Obras Completas de Ramón Gómez de la Serna, que por fin van a ser accesibles en su integridad. Empresa nada fácil, ya que Ramón era prolífico y dadivoso. En Madrid se decía: «Ramón escribe todo lo que piensa, publica todo lo que escribe y regala todo lo que publica». Su radical vocación de escritor -nunca quiso ser ni fue otra cosa- explica su figura. Ortega, que lo trató mucho en Buenos Aires y lo estimaba tanto como yo, me contó que Ramón había conseguido una colaboración en un diario hispanoamericano, que le pagaba un dólar por artículo. Me decía Ortega que Ramón estaba feliz, porque tenía pretexto para escribir un artículo cada día. Su talento de novelista -«La Nardo», «El secreto del Acueducto», «El chalet de las rosas»- es extraordinario; sus biografías -Goya, Valle-Inclán, todos los Retratos contemporáneos- son de una originalidad y penetración asombrosas; sus libros «descriptivos» o enumerativos -«El Rastro», «Senos»- son lo que podríamos llamar un «análisis imaginario» de la realidad. Y su gran creación, la «greguería», ironía y lirismo maravillosamente combinados, bastaría para ponerlo entre los grandes escritores. Son incontables, abarcan todos los registros imaginables, desde la broma -«El cocodrilo es una maleta que viaja por su cuenta»- hasta el puro lirismo -«El agua no tiene memoria: por eso es tan limpia»-; o bien «Unid todas las estrellas con líneas de lápiz luminoso y resultará la silueta de Dios». O aquella tan profunda que, si fuera de Heidegger, se escribirían tesis sobre ella: «Aburrirse es besar a la muerte».

Y todavía hay una, colaboración inconsciente entre Ramón y Ortega, que me la recordó, inexacta y mejorada: «Cuando la marea sube, ¿es que Dios se está bañando?» Y no olvidemos la recreación que hizo Ramón de su propia vida en «Automoribun-dia». Sobre todo, los recuerdos de su niñez en la calle de la Puebla, en domingos interminables, encristalado tras el balcón -«todos los días del limbo son domingo»-, con el resultado curioso de que mientras el mundo adulto cambia mucho, de una generación a otra, de una a otra época, el de niño es mucho más permanente: me reconozco bastante en el de Ramón, y quizá les pase a los que son niños hoy. En este curso de «Antepasados vivos» estoy presentando a los más creadores de los autores de nuestro tiempo. En general se propende a verlos como «pasados»; pero cuando se los evoca resultan extrañamente próximos.

Por mi parte, aunque hayan muerto hace medio siglo o más, los siento como si hubiese pasado con ellos la tarde anterior. Oigo sus voces, veo sus gestos, su manera de sentarse, hablar, leer. Es cierto que los he seguido leyendo, que los leo todavía -eso que está al alcance de todos-; pero es más: es su vida, la vuelvo a vivir, y sirve de interpretación de sus obras. Cómo eran ayuda a comprender lo que pensaron y escribieron. A la inversa, si se los lee bien, desde dentro, sin resbalar sobre lo escrito, menos aún sobre la imagen tópica que a veces los acompaña, se opera una auténtica resurrección, se animan y vuelven a vivir, pueden llegar a ser amigos nuestros, podemos dialogar con ellos. «Escucho con mis ojos a los muertos», escribió Quevedo. Sí, hasta a los muertos lejanos, de varios siglos. No todos, ciertamente, pero muchos sí. Y los españoles tenemos la extraordinaria fortuna de que son inteligibles en sus propias palabras, gracias a la pronta fijación de la lengua y su estabilidad siempre innovadora, desde la Edad Media. ¡Qué riqueza, a la que se suele renunciar! Pensar en Ramón Gómez de la Serna me ha llevado muy lejos; pero ¿por qué no emprender, aguas arriba, un recorrido hacia lo que llevamos dentro, hacia lo que somos si no nos contentamos con una fracción de nosotros mismos?

Imagínese lo que podríamos ser, hacer, imaginar, proyectar, si no hiciéramos el mal negocio de quedarnos «solos» o, lo que es peor, en las malas compañías que irrumpen sobre nosotros y nos arrastran hacia la torpeza, la vulgaridad, la chabacanería, que es una de las peores tentaciones. Los pueblos europeos han poseído su realidad en muy diversos grados, y sería interesante ver en qué medida ha dependido de ello su fecundidad, su creatividad, hasta su prosperidad. Temo que Europa entera está en una crisis de abandono, olvido y empobrecimiento. Los nombres más ilustres, los que son la columna vertebral de esas varias formas de ser hombre -y mujer, no lo olvidemos-, insustituibles e irrenunciables, no dicen nada a millones de europeos actuales. Y es curioso que cuanto más «nacionalistas» se proclaman, menos poseen su propia realidad, ni siquiera esa, tan reducida, a que pretenden limitarse. Lo necesario es vivir de las raíces, no solo de las más cercanas y accesibles sino de las comunes de Europa. Y el que posee las próximas y más entrañables, lejos de enquistarse suicidamente en ellas, se ve llevado a las demás, porque Europa se ha hecho, se ha «criado» junta, y bien lo ha sabido, por lo menos desde el siglo XVIII.

El barcelonés Antonio de Capmany escribía en 1773: «Europa es una escuela general de civilización». El que conoce a sus antepasados españoles y está en amistad con ellos, se siente atraído hacia sus amigos contemporáneos o pretéritos, y así va tejiendo el tapiz que podrá ser el telón de fondo de su vida civilizada, donde podrá ser dueño de sí mismo y, si Dios lo ayuda, hacer algo que valga la pena y pueda quedar y servir a los demás. Enterarse es integrarse. El que por pereza, envidia o tozudez no quiere enterarse, se dedica a minar su propia realidad, a reducirse a lo menos posible, en una triste empresa de suicidio dosificado. Las dos posibilidades se ofrecen ante nosotros y podemos elegir.

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