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Desplantes

Durante la preparación de las primeras elecciones, las de 1977, se puso muy de moda pintar en las paredes, mancillar así impunemente fachadas, monumentos y cuanto estuviera al alcance de un señor con un «spray», que se arrogaba el ser la «voz del pueblo». Recuérdese la campaña de un par de partidos contra el referendo de la «reforma política», que fue lo que abrió el camino a la democracia. Entonces escribí: «Dime quién pinta en las paredes y te diré quién va a perder las elecciones». Lo creía, pero además pensaba que podría disuadir a algunos. La moda de las pintadas ha remitido -quizá se ha concentrado en las Universidades (¡), pero ha sido sustituida por otra práctica que me parece inquietante y peligrosa: el desplante. Los que lo usan como método o instrumento habitual -en política sobre todo, pero no solo en ella: también en escritos, principalmente en periodismo, y también en radio y televisión- se caracterizan, aparte de la mala educación, por una manifiesta inseguridad, por una carencia de razones, y por algo aún más grave.

El diccionario de la Academia define con acierto esta acepción de la palabra «desplante»: «Dicho o hecho lleno de arrogancia, descaro o desabrimiento.» Los tres elementos no se excluyen: acaso basta con uno, pero suelen ir juntos. El uso frecuente del desplante es indicio de que un partido dé por perdidas las elecciones; o de que no cree en la posibilidad de realización de sus planes -esto se advierte casi siempre entre los «nacionalistas», cuyas formulaciones lo descubren si se para uno a pensar unos minutos-. Los desplantes se usan para irritar, para provocar, para compensar frustraciones personales o colectivas.

Cuando se trata de un escritor, por ejemplo, revela que no se le ocurre nada interesante o que desconfía de ser leído si habla en voz correcta y normal. El problema es qué hacer frente al desplante. Se dirá que envilece y degrada al que lo practica, y es asunto suyo. Sí, pero también al que lo «recibe», al que es objeto de él. La tentación es contestar con otro desplante -no es difícil, y se puede superar la marca-. Pero sería un error. El desplante «también» mancha al que lo recibe, y por eso no se puede aceptar; pero lo peor es el contagio, que engendra un deterioro que tiende a generalizarse y puede ser devastador. ¿No es evidente que el uso y abuso de las sátiras y «vejámenes» en el Siglo de Oro empañó un tanto el efectivo oro que cubrió casi dos centurias? Lo que puede hacerse es «desmontar» el desplante. Mostrar su debilidad, su falsedad, su inconsistencia. Responder con mesura -esa fuerza que casi nunca se usa-, serenidad, cordura y buenas maneras.

En época -tan larga, casi toda mi vida adulta- de censura, mi fórmula, cuando iba a escribir algo que con toda seguridad había de caer mal, era: «Cargarme de razón y escribir con buena educación». Es asombroso todo lo «impublicable» que pude publicar, naturalmente ateniéndome a las consecuencias. Casi todos los desplantes son, además, estúpidos, porque el que dice algo inteligente y razonable no los necesita. El que niega que España sea una nación, o tenga una cultura, sabe perfectamente que está diciendo una necedad, y lo dice solamente para irritar y provocar una respuesta parecida. El que anuncia propósitos espectaculares que envuelven, no sólo el pequeño territorio en que tiene algún poder, sino otras regiones y hasta naciones extranjeras, muestra que está convencido de que nada de eso es verdad ni puede realizarse. ¿Basta entonces con encogerse de hombros ante del desplante y dejarlo pasar? Tampoco, porque he dicho que mancha algo al que lo recibe, si parece que lo acepta.

La política requiere voluntad y capacidad de entendimiento, compromiso, transacción, cesiones. Para conservar la paz y cierta colaboración se puede ir más allá de lo justo, dar facilidades, admitir pérdidas. Pero hay límites que no se pueden rebasar. No se puede «dialogar» con el que viola con su arrogancia, descaro o desabrimiento las condiciones del diálogo. Repárese en la tercera palabra: desabrimiento. Es lo que caracteriza a algunas personas, grupos, equipos, partidos. Viven en el ámbito del desabrimiento, no dicen nada que sea cortés, positivo, convivencial, y que puede ser adverso o polémico sin perder sus cualidades exigibles. Me repugna la actitud del que ha recibido desplantes o denuestos y al día siguiente se reúne con el autor con la actitud de «aquí no ha pasado nada», sin que haya mediado rectificación ni disculpa. Me parece más justa la actitud de que con tales «no se puede tratar», aunque, por supuesto, se pueda y deba convivir, se respeten todos sus derechos y hasta se les hagan concesiones y favores. Así como en algunos lugares se anuncia: «Se reserva el derecho de admisión», esto debe regir para los diferentes grados de convivencia.

Hay que convivir en el mismo país con el que es diferente, con el adversario, con el que se juzga equivocado y en error. Hay que respetar escrupulosamente sus derechos, incluso el de gobernar todo o parte del país, si lo ha conseguido lícitamente; pero no se puede uno sentar a la mesa con cualquiera, conversar, o jugar a las cartas si hace trampas. Esto último es lo más importante: no se puede transigir con la mentira, no se la puede aceptar ni dar por buena. No se puede discutir partiendo de la negación o desfiguración de la realidad. Convivencia, incluso colaboración, es una cosa. Complicidad es otra bien distinta.

Hay que evitar también una tentación dominante: el «actualismo». No se puede uno quedar con lo que alguien hace o dice ahora mismo, y dar por nulo todo lo que ha hecho o dicho anteriormente. Porque «es capaz de ello», y volverá a hacerlo en cuanto pueda o le traiga cuenta. Tengo en la memoria, indelebles, algunas escenas contempladas en la televisión, que hacen sentir estimación imperecedera por algunas personas, desprecio por otras -en este caso, a menos que superen su actuación pasada y muestren un cambio fehaciente-. Todo queda, está grabado, se puede actualizar; no se hace, ni para bien ni para mal; quiero decir para bien de la sociedad, de la convivencia, de los proyectos estimables, ilusionantes, fecundos. Todo esto es tan evidente, tan elemental, que casi da vergüenza escribirlo. Se podría resumir en una sola frase: hay que procurar que los desplantes no traigan cuenta.

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