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Un paso atrás

Cuando se trata de un asunto importante, antes de hablar o escribir parece conveniente dar un paso atrás. Lo más frecuente es que se diga lo primero que se ocurre. Mejor dicho, que se diga algo que se ha ocurrido a otros, que se ha recibido como un canto rodado, que se repite sin reflexión ni crítica, y se da por bueno. Así se engendran los tópicos, los lugares comunes que se repiten incansablemente, de los que se nutren innumerables personas, a veces de varias generaciones, hasta convertirse en los «errores arraigados» contra los que se esforzó toda su vida Feijoo.

Cuando esto alcanza una extensión suficiente y se perpetúa, se llega a una situación inquietante, que se podría llamar vivir en «estado de error». Si se considera el conjunto del mundo, a lo largo de la historia, se puede precisar cuándo y dónde, y en qué medida, se ha vivido -o se vive- así. Nada sería más urgente; pocas cosas son tan difíciles de remediar. Cuando se piensa en esto cuesta trabajo superar el desaliento. Hace mucho tiempo que siento honda preocupación por la casi totalidad del continente africano. Aunque la extensión sea menor y la realidad parezca más próxima y comprensible, la situación de los Balcanes se ve con semejante desconfianza, lindante con la angustia. Se ha visto cómo se ha pasado de una situación aceptable y vividera -la del Imperio Austro-Húngaro- a otras lamentables, desde mi nacimiento, exacerbadas hasta el límite en el último decenio. Y donde parece que las cosas se han calmado y los hombres han suspendido la operación de matarse entre sí, no puede olvidarse que hay un ejército de muchos miles de hombres europeos dedicados a impedirlo, y se teme con fundamento que todo vuelva a empezar el día en que abandonen esos territorios.

Pero hay algo menos complejo, más hacedero, y que a última hora podría ser el remedio de las cosas que parecen no tenerlo. Me refiero a los que tienen por oficio pensar, opinar, hablar o escribir públicamente, aquellos cuyo deber es orientar a los demás. No se puede uno contentar con una primera aproximación, con una visión simple y unilateral. Hay que pararse, reflexionar, mirar las cosas desde varios puntos de vista, intentar ver si se excluyen o son conciliables, si acaso tienen que integrarse en una visión abarcadora. Por eso digo que hay que dar un paso atrás, tomar distancia, tomarse tiempo. El consejo metódico de Descartes, evitar «la precipitación y la prevención», es decisivo. ¿Cuántas veces se cumple? Casi todo lo que se oye o se lee acusa una escasez de pensamiento. Si el autor hubiese esperado un poco, hubiese seguido mirando, no se hubiese contentado con cualquier cosa, sin duda habría acertado más después de poner a prueba lo que iba a decir. Recuerdo que Ortega nos decía a mi mujer y a mí, cuando le manifestábamos nuestras reservas sobre alguna opinión suya:«Solamente les pido una cosa: que cuando no estén de acuerdo, le den otra vuelta».

Así lo hacíamos, y casi siempre veíamos que tenía razón, visible tras un nuevo examen. No siempre, por cierto. Un día me recibió solo en la Revista de Occidente; habíamos discutido, sin llegar a un acuerdo, por la mañana. Ortega me dijo:«He estado pensando en lo que tratamos esta mañana, y creo que tenía usted razón». Y agregó:«Para que vea que doy mi brazo a torcer». Dar otra vuelta a las cosas, ensayar diversas perspectivas, poner a prueba las ideas propias, no dar por supuesto lo que acaso sea verdad, pero dista mucho de ser evidente. Es lo que puede dar alguna garantía de acierto, de lograr la verdad, de entender la realidad. Hay «debates» que parecen dominados por la ignorancia, la obsesión, el puro disparate. Se entablan polémicas estériles, en que nadie tiene razón, en que los enfrentados van perdiendo, a fuerza de exagerar y encasillarse, la poca que podían tener al principio y se condenan a la esterilidad.

Hay algo ante lo que siento siempre temor; lo que se llama una «feliz idea». El que tiene la desgracia de que se le ocurra, el que hace un «descubrimiento» que le parece interesante, y acaso lo sea reducido a sus límites, probablemente se embarca en ello y ya no ve más allá: recuerdo que Ortega, tras un breve viaje privado a Alemania -que había de tener consecuencias importantes para Husserl, que han llevado a la alteración de su pensamiento por sus continuadores recientes-, nos decía a sus estudiantes de 1934:«Los alemanes se embarcan en una idea como en un transatlántico.» No se olvide que acababa de triunfar el nacionalsocialismo.

Atrincherado en su «feliz idea», en su «descubrimiento», el autor va cada día un poco más lejos, exagera su tesis, la declara incompatible con todas las demás, reduce el campo de visión, no permite que entre en él nada ajeno, obtura los demás elementos que habría que tener en cuenta. Si se mira bien, renuncia a la razón, si ésta consiste en la aprehensión de la realidad en su conexión, es decir, en el descubrimiento y la inclusión de las múltiples conexiones que constituyen el tejido de lo real.

Ningún pensamiento complejo y fiel de lo que se ve tiene grandes probabilidades de ser popular, de alcanzar amplio prestigio, de convertirse en un «ismo» que acaso altere gran parte del mundo. Las ideologías que en nuestro tiempo han adquirido enorme difusión y aceptación, que han tenido influjo social o político, que han fundado escuelas intelectuales, han sido susceptibles de simplificación, de expresarse en «fórmulas» que pueden repetirse y circular sin ser repensadas, puestas a prueba, en suma, entendidas.

Si se desea popularidad, fama, poder, ése es el camino. Si se aspira a algo más modesto, ver cómo son las cosas, comprenderlas, poner unas en relación con otras, iluminar una parcela de lo real con esa luz que se llama verdad, hay que dar un paso atrás antes de dar por buena una idea, dejar que entren en el campo visual los elementos que están ligados a lo que se está considerando, y no dar ninguna conclusión por definitiva.

Cuando se ha visto algo con claridad, no se ha hecho más que empezar. Hay que seguir mirando, pensando, avanzando hasta donde sea posible. Hay que renunciar a la notoriedad, a que el nombre propio esté en boca de todos, a la fama, por supuesto al poder. Se puede, en cambio, tener la tranquilidad de no haber confundido las cosas, de no haber contribuido a la desorientación ajena, de haber permitido que se vean algunas cosas claras, lo que muestra cuántas no lo están todavía, y por tanto son una invitación a seguir pensando, con la seguridad de que no le va a faltar a uno tarea incitante, ilusionante, apasionante.

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