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Lo que trae el correo

Hace algún tiempo, no demasiado, escribí un artículo titulado «Acoso postal». Me refería a la acumulación de correo que algunas personas reciben cada día, y que excede de las posibilidades de tener un trato normal con ello. Dos factores intervenían en la situación que intenté describir: el exceso y la inoportunidad. Una gran porción de lo que se recibía era inútil, cuando no un simple estorbo, el número de cartas y otros envíos que podrían tener algún interés rebasaba con mucho las posibilidades del receptor. Imposible contestar a todas las cartas, a menos que esta ocupación agotase la jornada entera. Es cierto que si se suspendía toda otra actividad, el correo disminuiría; pero parece un precio demasiado alto.

Ahora recuerdo con nostalgia aquella situación, no muy remota. El volumen del correo ha aumentado prodigiosamente. No se puede ni pensar en contestar; pero simplemente «verlo» es una tarea considerable. El destino de la mayoría de lo que llega es el cesto de los papeles; pero para llegar ahí hay que averiguar qué es lo que ha llegado, y no es faena leve. Lo que llega cada día se compone habitualmente de una serie de grupos que hay que precisar. En primer lugar, invitaciones a todo lo que ocurre en la ciudad -en mi caso, Madrid- y también en otras: exposiciones, presentaciones de libros, mesas redondas, debates, conciertos, inauguraciones, aniversarios de todo lo imaginable.

En segundo lugar, ofertas de todo género de aparatos, teléfonos móviles, computadores u ordenadores, vajillas, equipajes, automóviles, detergentes, seguros, fondos de inversión, medicamentos mágicos, curas de adelgazamiento, loterías. Por si fuera poco, invitaciones a participar en todo género de proyectos benéficos, sobre todo en países remotos y mal conocidos; propuestas de adhesión a diversas campañas y a unirse a diversas organizaciones. En época de elecciones, la inundación es mayor, aunque en forma de breve riada.

Todo esto multiplicado por... no sé decir. La organización es tal, que lo infrecuente es recibir una sola invitación o propuesta; como no me gusta exagerar, lo normal es que lleguen dos o tres; pero algunas instituciones envían cinco sobres iguales, como si fuesen clonados. Pienso en el gasto y el trabajo que esto supone, pero ellos sabrán por qué lo hacen. Con el correo llegan también publicaciones. Algunas son periódicas, revistas más o menos desconocidas, que no se pueden leer; algunas que no se deben leer, y que se depositan regularmente en el mencionado cesto. También llegan libros, que se añaden a los muchos millares que casi impiden vivir; de ellos, algunos tienen algún interés, y el que los recibe se promete leerlos cuando sea posible, sin demasiada esperanza. En otras ocasiones, renuncia, desde luego. Debería acusar recibo, dar las gracias, pero tiene algo que hacer, inapelable, y se queda con una vaga impresión de desatención, casi de grosería. Estas publicaciones, con gran frecuencia, siguen lo que por lo visto es la moda impuesta por los diseñadores: están impresas en tipo muy pequeño, escasamente entintado -las dos cosas que se escatiman más son el pensamiento y la tinta de imprenta-, de ser posible sobre papel coloreado, con lo que resultan casi ilegibles. De un libro de estos caracteres dije: «Si lo leo, paso directamente al cupón de la ONCE.»

Los que envían libros aspiran a que sean leídos y a recibir una opinión sobre ellos. Esto ocurre, más que con los impresos, con los originales inéditos, que pueden ser de poesías, novelas, estudios religiosos, memorias o cualquier género sobre el cual el que los recibe carece de toda competencia. Alguno me ha llegado con seiscientas densas páginas.

Finalmente, en el correo llegan cartas. Quiero decir cartas propiamente dichas, dirigidas a una persona real, por alguien que puede ser desconocido, pero con algún motivo legítimo: por ejemplo, un lector, o un oyente, o alguien que prepara un trabajo que tiene que ver con el destinatario. Estas cartas son «legítimas»; pueden ser preciosas, mueven a gratitud, a veces son conmovedoras, la recompensa más valiosa del que escribe o habla. Lo malo es la compañía, todo lo enumerado antes, que puede haber agotado el tiempo disponible. Tengo innumerables cartas que son otros tantos remordimientos; están ahí, esperando, como almas en pena, los minutos necesarios para ser releídas y contestadas. Pero puede ocurrir que se pase su oportunidad, o se olviden, o queden cubiertas por otras más recientes.

Y, finalmente, hay las cartas «personales», las de personas a quienes conocemos muy bien, acaso muy queridas, a las que no vemos con frecuencia, que viven lejos, cuya llegada nos alegra el corazón. Y sin embargo a veces se tarda en contestarlas, por el agobio de todo lo demás, porque queremos dedicarles, no cinco minutos, sino media hora o una hora entera, porque aspiramos a quedarnos un rato en soledad con aquella persona que se nos ha acercado.

La verdad es que tales cartas no son muchas, son, para mí al menos, las deseadas; pero casi nadie las escribe. Se habla por teléfono, sobre todo los «móviles»; a veces interminablemente, desde cualquier parte, desde el coche, o un tren, o desde la calle, sin soledad ni, por supuesto, intimidad. La conversación en presencia es algo insustituible y maravilloso, y el sucedáneo telefónico no es comparable.

Pero la carta es algo igualmente precioso: se dicen cosas que nunca se dicen de palabra, con otro estilo, con otras palabras, con otra «voz»; se añaden a la conversación, la completan, la corrigen, la enriquecen. En la amistad o el amor son insustituibles. Pero son solamente un rincón de lo que nos trae el correo.

¿No se podría hacer un uso más discreto de este servicio? Antes de escribir, antes de mandar un sobre de dudoso contenido o un paquete, ¿no se podría pensar si es necesario, si es oportuno, si es discreto, si es cortés? Sería menester ponerse en el punto de vista del que va a recibir el envío, imaginar cuáles van a ser sus efectos. Entre la gratitud y la irritación hay un largo camino, que pasa por la pérdida de tiempo, el esfuerzo para abrirlo, examinarlo, decidir qué se va a hacer con ello. En el caso de los paquetes, hasta los más inofensivos que contienen un libro, casi siempre parecen blindados: se pasa uno quince minutos con un cuchillo y unas tijeras, intentando penetrar a través de los adhesivos, forros, cubiertas, cuerdas o flejes durísimos y resistentes. Ahora que se hacen cuentas de todo, habría que precisar el tiempo invertido en examinar el correo.

Hace medio siglo comenté cómo se ha abreviado la jornada habitual de trabajo -cuando era niño se luchaba por la jornada de ocho horas- por supuesto, seis días a la semana-; ahora se piden las treinta y cinco horas semanales. Pero no queda más «tiempo propio»; porque hay el «no man's time», el tiempo que se pierde, que no es de nadie. Y hay que añadir el que se destina al correo

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