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Más de la cuenta

Antonio Machado escribió: «Se miente más de la cuenta / por falta de fantasía: / también la verdad se inventa.» Cuando un partido, un político, un autor, un periódico, una emisora, un medio de comunicación cualquiera, miente más de la cuenta, es inevitable que sobrevenga la incredulidad, el desprestigio, la repugnancia.

Lo curioso es que cuando esta reacción se produce, casi siempre se buscan otras causas, se evita referirse al verdadero origen de esa repulsa o ese fracaso. Cuando se miente «más de la cuenta» no se cree en nada de lo que se dice. Para mí, la cuenta es muy breve; tengo particular intolerancia para la mentira, apenas me parece tolerable la exageración, la atenuación, el silencio provisional. Para volver a Machado, «A las palabras de amor / les sienta bien un poquito / de exageración.» Entiéndase bien: a las palabras de amor, no a las de odio, envidia, malignidad.

Creo que en esto estriba el principal criterio para sanear la convivencia, los proyectos colectivos, y dentro de ellos la vida política. Cada uno es responsable de lo que hace y de lo que dice, y el apoyo o el desvío deben ser la respuesta adecuada a la conducta. Quiero decir que los ciudadanos deben saber claramente a quién prefieren, a quién estiman, a quién desprecian, de quién pueden fiarse.

Se acumulan hechos y dichos -estos últimos más fáciles de retener, catalogar, comprobar-, y todo ello va componiendo la figura individual o colectiva. Hay que recordar que alguien ha dicho algo manifiestamente falso, que no sostiene la menor confrontación con la realidad, y eso basta para no tomarlo en serio.

Cuando se desfigura la historia, o el presente, se ofrece como existente lo que nunca aconteció, o se piden cosas que no se podrían conceder nunca, que responden al mero capricho, a la insolencia o acaso a la perturbación mental, lo único discreto es volver la espalda y dar por no oído lo dicho, y no tener en cuenta al autor.

Es posible que algunos se alíen con personajes absolutamente indeseables, con los que no es posible ninguna convivencia decente, y eso debe entenderse como una complicidad que se extiende a los que aceptan esa alianza y los equipara a ellos, de manera que hay que obrar en consecuencia.

Bastaría con yuxtaponer en los textos impresos, o mostrar a continuación en la radio o la televisión, lo dicho por algunos y por otros, o los datos fehacientes de la realidad, para que las cosas quedasen claras, la verdad restablecida, y las responsabilidades recayesen sobre aquellos que son sus titulares. Si esto se hiciera de manera normal, se despejaría indeciblemente el horizonte, cada uno sabría qué prefiere, qué decide, qué impone con su voto al conjunto.

Un detalle que no carece de importancia es la manera de titular en la Prensa. Resulta cómico, y siempre aleccionador, cómo se presenta en diferentes periódicos la misma noticia; como se sabe que gran parte de los lectores no pasa de los titulares, basta con matizarlos para conseguir el efecto deseado, que puede ser la desfiguración de la verdad. Tomar la parte por el todo, generalizar lo que han hecho o dicho unos cuantos como si fuesen la mayoría o la totalidad; deslizar un adverbio tendencioso; omitir lo que es esencial. Técnicas bien conocidas y utilizadas por casi todos. Pero hay que añadir otro adverbio: «desigualmente»: hay publicaciones que lo hacen alguna vez; otras, sistemáticamente. Añádase la omisión, el silencio, del que se hace un uso metódico, y se llega a la suplantación de la verdad, a su sustitución por un complejo de mentiras.

Creo que esto es, simplemente, lo más importante. Si se busca en serio el origen de lo más grave de nuestra historia reciente, la guerra civil, se ve cómo su causa principal fue la acumulación de dos sistemas de falsedades que no fueron adecuadamente examinadas, descubiertas, invalidadas. Lo más curioso e inquietante es que al cabo de sesenta años del final -del final, no ya del comienzo- de aquel desastre, muchas mentiras son renovadas, repetidas, o inventadas «de nueva planta» por los que no asistieron a ello. Es asombroso cómo los verdaderos testigos, incluso actores o participantes, están más dispuestos a reconocer la verdad que muchos posteriores que reniegan de la verdad, en gran parte salvada; los he llamado alguna vez los «autodesheredados».

Y más allá del ámbito español sucede lo mismo. Los orígenes de las dos Guerras Mundiales, la de 1914 y la de 1939, descubren fenómenos análogos. He releído la introducción al libro de Conan Doyle sobre «La campaña británica en Francia y Flandes», de 1914; se ve claramente el papel de las falsedades en el desencadenamiento de la guerra, y la posibilidad de que se hubiese evitado. En la Segunda, la cortina de mentiras fue mucho mayor y más hábil. He recordado que en España, el titular de un periódico anunció su comienzo en grandes letras: POLONIA ATACA A ALEMANIA.

Detrás de todo esto late una carencia decisiva y no fácil de superar: la escasez de pensamiento. En estos días y meses, pero ya desde hace diez años, se está hablando incesantemente de los Balcanes, más aún: desde hace un decenio se está actuando allí: matando, destruyendo, tratando de impedirlo o atenuando, rehaciendo el siempre confuso mapa de Europa. Es evidente que casi nadie de los que actúan, por supuesto de los que opinan, hablan o escriben, tienen la claridad que sería exigible. Reconozco que no es fácil alcanzarla; pero es necesario, indispensable para hacer algo que tenga algún sentido. Es probable, por desgracia, que los Balcanes «no tengan arreglo»; hay muchas cosas que no lo tienen. Pero hay que esforzarse por verlo, por buscar si acaso es posible. Y ello requiere imperiosamente pensar.

Creo que una visión amplia y veraz del problema llevaría a marchar en la dirección contraria de lo que está haciendo desde hace un decenio. Si hay alguna esperanza, consistiría en una integración inteligente y creadora del conjunto. Se ha elegido el camino contrario: la atomización, la consagración de los caprichos y las manías, la multiplicación de «países» inviables, cada uno de ellos tan complejo como el defectuoso pero admirable Imperio Austro-Húngaro. El resultado está a la vista. ¿No habrá quien, con los recursos necesarios, se ponga a pensar seriamente sobre lo que pasa desde hace más de un milenio y lo que se puede hacer?

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