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El siglo XIX

El recuerdo del centenario de la muerte, en 1899, de Emilio Castelar, me ha hecho caer en la cuenta de haber sido bastante lector de sus escritos. Creo que son muy pocos los vivientes que han leído nada suyo; para la inmensa mayoría es simplemente un nombre borroso. Y, sin embargo, Castelar tuvo asombrosa popularidad, como nadie tiene ahora, ni puede tener; y no solo en España, sino también en Hispanoamérica y en casi toda Europa. Fue, sobre todo, orador, en una época en que la oratoria política era decisiva y se extendía en buena medida a los escritos, con tanta frecuencia impregnados de ella -piénsese en Víctor Hugo sobre todo-. No es casual que escribiese yo, hace medio siglo, el artículo dedicado a Castelar en el «Diccionario de Literatura Española» de la Revista de Occidente, con mayor información de la que puede encontrarse en voluminosas enciclopedias.

Por cierto, allí dejé una semblanza de su estilo literario, que no resisto a la tentación de citar: «Toda la prosa de Castelar es oratoria; su carácter primario es la elocuencia; su valor más alto, la musicalidad. Castelar usa el párrafo largo, larguísimo, con enumeraciones, reiteraciones, comparaciones, antítesis, que se hincha y retuerce armoniosamente, buscando más que otra cosa el cromatismo de las imágenes y la eufonía de las frases. En Castelar hay una última resonancia, amplificada y magnificada, del estilo romántico, y se anticipa en él uno de los elementos que constituirán el de Rubén Darío».

Fue Castelar un escritor torrencial, que dejó millares de páginas de historia, política, crónicas, novelas interminables. Casi todo olvidado hace muchos años. Yo lo leí en mi primera juventud por mi relación con mi padre, nacido en 1870 -de la generación del 98-, con quien hablé largamente de muchas cosas, que me transfirió una extraña familiaridad con el siglo XIX. Tenía muy vivas admiraciones: escritores tan interesantes como José de Castro y Serrano -tan mal tratado por Clarín, de quien algún día escribiré- o Mariano Pardo de Figueroa («El Dr. Thebussem»), José López Silva, aparte de Valera, Alarcón, Galdós, Zorrilla.

En nuestra casa encontré varios volúmenes de «La Ilustración Española e Hispanoamericana», con escritos de Castelar, y algunos de sus libros históricos; compré otros, y más tarde las Actas de las Cortes Constituyentes de 1869, donde, entre tantos dislates, refulgían las muestras de talento y cordura de Valera y Castelar. Mi padre recordaba la entrada en su pueblo natal, Alcolea de Cinca, de la columna liberal en la última guerra carlista, hacia 1874. Gracias a mis conversaciones con él entiendo muchas cosas ininteligibles para la mayoría de los lectores de Valle-Inclán, por ejemplo cuando dice del guardia civil que era «más chulo que un ocho de Iturzaeta», porque pocos saben que Iturzaeta era el gran calígrafo de la época -en la de mi niñez lo fue Valliciergo-, o lo que significa que los jóvenes «calaveras» que han robado, de madrugada, las capas a dos viejos señores, digan al criado «A Peñaranda», sin que lo envíen a la provincia de Salamanca, sino a empeñar las capas, partiendo del eufemismo «Tengo las joyas o los cubiertos en Peñaranda, es decir, empeñados».

Esta familiaridad «viva» y no libresca con el siglo pasado ha prolongado mi «experiencia» hacia atrás y me ha permitido comprender la Restauración y la visión que ella tuvo de su pasado cercano, es decir, de todo el siglo. Por eso he obtenido tanto placer e iluminación de esa obra maestra que es el conjunto de los «Episodios Nacionales» de Galdós, tal vez la única manera de entender el siglo nuestro, el que está terminando.

Hubo muchos elementos negativos en el XIX, sobre los que se insiste machaconamente cuando se habla de él. Pero se olvida que la vida siguió fluyendo durante todo él, que España sobrevivió a todos los pesares, que todas las épocas están a la misma distancia de Dios, como dijo Ranke, que hay valores que se han perdido y olvidado, y que se encuentran con singular fuerza y brillo en ese siglo.

En estos últimos años se ha redescubierto el valor de Leopoldo Alas, sobre todo el de «La Regenta», tan poco leída hasta 1966 -no se pase por alto este hecho-, la escasez de ediciones y de lectores desde 1884; se han vuelto los ojos a la enorme figura de Cánovas, a lo que legó, a su herencia mal administrada, escasamente poseída. De Valera no se recuerdan más que novelas, casi solo «Pepita Jiménez», y pocos conocen su admirable obra de ensayista -quizá por el azaroso error de haberla denominado «Crítica», título escasamente incitante-.

La clarividencia que suele mostrar el gran historiador Carlos Seco Serrano al hablar de nuestros problemas actuales se apoya en su profundo conocimiento del siglo XIX, incluida la figura de Castelar.

La prueba más eficaz de que el siglo entero está vivo, es parte integrante de nuestra realidad, es que sus autores son inmediatamente inteligibles y si los leemos resultan apasionantes. Y no solo los españoles, sino los europeos. Han sido los grandes narradores, que despiertan nuestra nostalgia. Stendhal, Balzac, Flaubert, Dumas, Daudet, Zola, Dickens, Wilkie Collins, Conan Doyle, Pushkin, Dostoievsky, Chéjov, Turguénev; y en otros géneros, si se puede hincar el diente en el alemán, Goethe y Schiller y Heine.

Y no digamos si se piensa en la filosofía, empezando por aquellos nombres oscurecidos que anticiparon su renacimiento después de un eclipse: Bolzano, Rosmini, Gioberti, Gratry, y por supuesto Comte, que llenó medio siglo, del que se omitió lo más interesante, y Kierkegaard, y el malentendido Nietzsche, y el desconocido Teichmüller, y el salvado -casi solo en español- Dilthey, y...

Todo eso es accesible, inmediatamente inteligible, nuestro, parte de la realidad que somos. Y, claro está, en ese pasado reciente está incluido todo el pasado del que nos nutrimos, que «somos». A propósito de la filosofía he dicho que consiste en «un sistema de alteridades» que nos obliga a hacer «otra filosofía» a nuestro nivel, en la que están presentes las anteriores. Esto se puede generalizar a la vida entera.

La propensión de nuestra época a las descalificaciones, a la devastadora busca de la originalidad -infalible método para no lograrla-, ha llevado a la pérdida del siglo XIX, a través del cual se puede poseer el conjunto del pretérito, la herencia que nos permite ser actuales y no arcaicos. Porque de eso se trata: para ser actual hay que poseer la totalidad del pasado en su continuidad y articulación; la otra alternativa es simplemente el arcaísmo, la afirmación de una fracción aislada del pasado, como si fuera presente. Con otras palabras, la suplantación de la propia realidad.

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