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San Inocencio I
Un obispo de toda la cristiandad. Romano, según san Jerónimo era hijo de san Anastasio y diácono cuando fue elegido sin dificultades. De él se han conservado treinta y seis cartas que permiten conocer cuan extensa y variada era la autoridad que ejercía y que permiten a ciertos historiadores afirmar que fue el primer obispo de Roma que actuó como papa en el pleno sentido de la palabra. Sus disposiciones, incorporadas luego al conjunto de las decretales, aunque fueran dirigidas a obispos concretos como Euxuperio de Toulouse, Victricio de Rouen y Decencio de Gubbio, pasaron a ser leyes generales en la Iglesia. Esto se pone en evidencia cuando los obispos españoles, reunidos en sínodo en torno al año 400, reclamaron del papa que confirmara sus disposiciones. Materias disciplinarias, pastorales y litúrgicas forman el contenido de sus cartas: en todas ellas hay un denominador común: la «norma romana» debía considerarse como umversalmente válida. Dos concesiones fueron exigidas: que la legitimidad de los obispos dependiera de la aceptación expresa o tácita de la Sede Apostólica y que en todas las causas graves asistiera al obispo de Roma un derecho de apelación. Como una consecuencia de dicha exigencia nacían los vicariatos, el primero de los cuales fue el de Tesalónica, en la línea antes indicada: el 17 de junio del 415 fue extendida la credencial que encomendaba al obispo Rufo para que «en su nombre» rigiera todas las Iglesias en la prefectura de Iliria.
En un momento de grave crisis para el Imperio –-las provincias occidentales comenzaban a escaparse de sus manos–, la cristiandad no podía ser una suma de Iglesias locales, unidas solamente por el vínculo de la caridad, cada una con sus peculiares problemas: Inocencio consideraba indispensable la consolidación de la unidad en esa voluntad de Jesucristo comunicada a san Pedro. Llegó a escribir: «Todo lo que ha sido transmitido a la Iglesia por el apóstol Pedro y ha sido observado hasta ahora, ha de ser observado por todos.» Corresponde en consecuencia a la Sede Apostólica plena y eminente autoridad: en la liturgia todos debían guiarse por la norma romana; y las disposiciones que en materia de fe y de costumbres fueran tomadas por el papa debían considerarse como de valor universal. Aparece bien clara esta línea de conducta cuando, por sus enfrentamientos con el gobierno bizantino, san Juan Crisóstomo fue despojado de la sede patriarcal y murió en el destierro. San Inocencio se negó a reconocer al nuevo patriarca, nombrado por el emperador, y rompió la comunión con los obispos que habían tomado parte en la condena del famoso orador. También apoyó a san Jerónimo contra los enemigos que se alzaron contra él en Palestina.
Caída de Roma. Tuvo que asistir, como espectador y protagonista, a los terribles sucesos que afectaron a Roma. Desde el año 408 los visigodos, con su rey Alarico (370? - 410), estaban en Italia, proclamándose vengadores de Estilicón y de otros oficiales bárbaros al servicio de Roma que habían sido asesinados; en realidad se trataba de obtener el botín que un pueblo desplazado de sus raíces necesitaba para seguir viviendo. Roma tuvo que pagar rescate para ganar tiempo. El papa presidió una legación que viajó a Rávena, residencia del emperador Honorio (395-423), propiciando una tregua para salvar Roma; estaba providencialmente ausente cuando esta ciudad fue tomada por Alarico, el 24 de agosto del 410, sometiéndola a saqueo durante tres días. Muchos paganos vieron en la catástrofe un signo de la cólera de los antiguos dioses, obligando a san Agustín y a Orosio (t 418) a escribir sus dos grandes obras, La ciudad de Dios y Siete libros de historia contra paganos, para fundar una nueva conciencia histórica que atribuye al pecado el mal y ve en los aparentes desastres una vía indirecta de la Providencia. El papa no regresó a Roma hasta el 412, poniendo entonces todos los recursos de la Iglesia a trabajar con un objetivo: la reparación de la ciudad que, abandonada por los emperadores, era ya solamente la cabeza de la cristiandad.
El saqueo de Roma tuvo otras consecuencias: el Imperio, desinteresado en Occidente –no tardaría en confiar a los visigodos la pacificación de España–, volcaba su atención en la parte oriental y trataba de resolver los problemas eclesiásticos de aquélla sin consultar a Roma. Pero cuando estalló la querella en torno al pelagianismo (doctrina que confiaba la salvación del hombre a las propias acciones, rebajando decisivamente el papel de la gracia divina) y un concilio, celebrado en Dióspolis (Lidda) pareció colocarse al lado de los herejes (415), los obispos africanos, liderados entonces por san Agustín, se dirigieron al papa para que confirmara la doctrina que ellos habían aprobado en sus respectivos sínodos. Inocencio lo hizo así, aprovechando la oportunidad para explicar a sus interlocutores que habían procedido de manera correcta, ya que en cuestiones graves, como la suscitada por los pelagianos, se debía apelar a san Pedro. En una de sus cartas, el 416, incluyó una frase que se ha esgrimido como contraria a la tradición jacobea: «En toda Italia, las Galias, Hispania, ninguno fundó Iglesias sino aquellos que el venerable Pedro y sus sucesores constituyeron obispos.»
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