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En sus manos

Las elecciones son parte esencial de la democracia. Son los momentos capitales en que se articula su ejercicio. Su legitimidad se funda en que la voluntad colectiva de que alguien sea titular del poder y lo ejerza se exprese manifiestamente y se renueve periódicamente. Por eso la abstención es peligrosa, despoja de contenido al sistema, priva del derecho de quejarse al que ha renunciado al de influir en el destino del país.

Y, sin embargo, las elecciones me hacen siempre pasar por un periodo inquietante y penoso. La propaganda electoral es con frecuencia desmesurada, exagerada. Se hacen promesas, muchas de ellas incumplibles, en bastantes casos sin la menor intención de cumplirlas. En los actos electorales, especialmente en nuestro tiempo, se sustituye la buena retórica, que solía ser digna y respetable, que podía permitirse el lujo de ser veraz, por la propaganda, vociferante, rebajadora, en ocasiones insultante y grosera, muchas veces compuesta de mentiras.

Los candidatos -individuos o partidos- hacen un retrato de sí mismos, y no estoy seguro de que los electores lo perciban y tengan en cuenta. Suele predominar la idea de "ganar o perder" las elecciones, y en demasiados casos se parte de la adscripción automática a un partido, haga lo que haga, pase lo que pase.

Esto es inevitable, y en cierta medida lícito. Pero ¿es el único punto de vista posible? La democracia puede ejercerse, dentro de sus imperfecciones, con muy desiguales grados de decoro, decencia, dignidad. Hay un criterio que resulta infalible: cuando se ataca despiadadamente a alguien, con cualquier pretexto, sin el menor respeto a la verdad, se puede estar seguro de que se trata de alguien valioso, estimable, cuya gestión es eficaz e inspira confianza. Esa actitud se desencadena casi siempre cuando es notorio el acierto y el valor del que es objeto de ese acoso.

Si los electores estuviesen atentos y fuesen capaces de retener en su memoria lo que hacen y dicen los contendientes, los que aspiran al poder, si hiciesen la suma de los rasgos que se van atribuyendo a sí mismos, mi confianza en la democracia sería muy superior a la que es permisible. Tengo en la memoria las injurias que se vierten, con expresiones que son sin duda delictivas, las imputaciones falsas e insostenibles, las falsificaciones de las situaciones que se dan por existentes.

Temo que la mayoría de los ciudadanos apenas perciban todo esto, les resbale, no lo tengan en cuenta, no le den importancia.

Para mí, esto es decisivo, porque no veo las elecciones primariamente como "ganar o perder", "triunfo o derrota". En una verdadera democracia, las elecciones son una fase de su ejercicio, algo valioso, necesario, condición del tipo de legitimidad que le pertenece. Dije, con ocasión de las primeras, las de 1977, que las únicas elecciones malas son las últimas, tras de las cuales ya no hay otras.

En mi perspectiva, las elecciones son, ante todo, el acto por el cual se pone en las manos de alguien el país o porciones de él.

"En tus manos encomiendo mi espíritu", reza el salmo que repite Cristo en la cruz. No se trata de algo tan elevado, misterioso y definitivo, pero es el esquema de la vida humana, y muy especialmente de la convivencia de los pueblos.

Al elegir no se confiere simplemente un "poder" a alguien que va a ser titular de él; se pone en sus manos un país, o una parcela de él, o un aspecto de su vida colectiva. Las elecciones, como yo las veo, son un acto de confianza.

Y la pregunta que surge inevitablemente es: ¿quién la merece? ¿En quién se puede confiar? ¿Quién inspira respeto, estimación, acaso admiración? Es imprescindible usar la imaginación. Los electores deben pensar en el futuro, adivinar dónde podrán estar dentro de un mes o de unos años a consecuencia de lo que han elegido. Tengo una impresión muy arraigada: que muchos votan lo que temen, lo que les inspira repugnancia. Tal vez por una decisión previa, tomada mucho tiempo antes, de la que no se atreven a apartarse, aunque la experiencia lo aconsejaría. Acaso porque les parece que desligarse de lo que opinaron hace tiempo es una traición, sin advertir que no hacerlo puede ser una traición a sí mismos.

Puede ser que los gritos o los latiguillos de un candidato o unas imágenes de la televisión, hayan provocado una histeria colectiva de efecto retardado.

Si los hombres tuviesen mejor memoria y algún conocimiento de la historia propia y ajena, las cosas irían mucho mejor, y podríamos esperar con mayor confianza el porvenir. El ejemplo de los ejemplos, el más notorio de este siglo, es el de Alemania en 1933, quiero decir el que culminó ese año, preparado por los anteriores. El partido nacionalsocialista de Hitler fue elegido y reelegido, por amplias mayorías. Lo que eligió fue la destrucción de Alemania, la ruina parcial de medio mundo, y las largas consecuencias, apenas advertidas, de que Alemania, en tantos aspectos admirable, en algunos muy profundos no ha vuelto todavía a ser lo que había sido durante siglo y medio: el país culturalmente más creador de Europa.

Llevamos dos siglos de democracia, real en una parte considerable del mundo, nominal en casi todo el resto. Dos siglos de innumerables elecciones, acertadas unas, desastrosas no pocas. En la mayoría de los casos, esto se podía prever; ni siquiera era difícil. Hay países en que el acierto es frecuente -sólo frecuente, nunca seguro-. Son los que han tenido una historia aceptable, no desastrosa, los que nunca se han sumido en la abyección. En el otro extremo están los que han mostrado eso que se podría llamar "afición al error".

Pero si, como creo, ello es previsible, está al alcance de un mínimo de memoria, una modesta reflexión, una razonable exigencia de competencia y decencia, ¿por qué el desacierto ha sido y es tan frecuente? ¿Por qué no se puede evitar la inquietud, la zozobra, cuando hay elecciones? Yo propondría algo bastante sencillo y que está al alcance de todos: trasladar los criterios políticos al ámbito de la vida privada. Imagínese que los partidos y los candidatos fuesen alguien con quien tuviésemos que convivir en la modestia de nuestra vida personal. Preguntémonos con quiénes haríamos negocios, a quiénes confiaríamos nuestros asuntos particulares, a quiénes sentaríamos a nuestra mesa, cuales podrían ser nuestros amigos.

Poner en las manos de alguien la realidad y el futuro de un país es algo más grave y reclama mayores exigencias. Pero lo que acabo de enumerar es el mínimo indispensable. Si se aplicara, se produciría inmediatamente un saneamiento de la democracia. Sería algo que veríamos con esperanza y sin temor. Cruzaríamos con ánimo esperanzado y alegre cualquier periodo electoral.

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