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La inercia y la mirada

Hace unos días, en una vieja e ilustre villa castellana, reflexioné sobre algunos aspectos de España que se suelen pasar por alto. En todo su territorio, con densidad desigual y diferencias de estilo, se encuentran edificaciones admirables, y en muchas de ellas obras de arte sorprendentes por su número y valor. Si se piensa que el patrimonio artístico ha padecido tres inmensas destrucciones -la invasión napoleónica, la desamortización y la guerra civil-, produce asombro lo mucho que "queda", y duele considerar lo que podía y debería existir.

Durante mucho tiempo -habría que precisar desde cuándo- se ha tenido la impresión de que en todas partes había "reliquias" de un "antiguo esplendor". En ciudades, villas, pueblos y aldeas, se encontraban monumentos -casi siempre en mal estado y con muestras de abandono y descuido- rodeados de lugares en decadencia, testimonios de pobreza, pasividad, desinterés, que contrastaban penosamente con aquellos "restos". Esta situación ha sido descrita, interpretada, lamentada maravillosamente por grandes escritores.

Y ha dejado una profunda huella en nosotros, se ha identificado con la realidad, seguimos viendo así las cosas. Pero ha pasado mucho tiempo. Al cabo de bastantes decenios, con aceleraciones, estancamientos, retrocesos y recaídas, las cosas han cambiado extraordinariamente. Basta mirar; lo malo es que no suele hacerse, y lo que se ve queda casi siempre invalidado por la inercia de algo que fue verdad, pero ya no lo es.

Cuando se contempla la realidad efectiva de esas ciudades y pueblos, no se advierte la discordancia entre el conjunto y aquellas muestras egregias de esplendor, señorío, belleza. Los monumentos forman parte de conjuntos que no son disonantes.

Vuelven a estar en contextos, que, en formas distintas, se parecen a aquellos en que se construyeron, existieron, vivieron, fueron utilizados. En algún sentido, los antiguos lugares han renacido, ciertamente en formas muy distintas, en configuraciones de la vida que difieren profundamente de las de la Edad Media o los siglos XVI y XVII. Acaso se parezcan más a los del siglo XVIII, en que se produjeron no pocos fenómenos que tienen evidente semejanza con los nuestros.

Lo curioso es que esto no se ve. La inercia domina sobre la mirada, las nociones recibidas sobre la realidad que debería imponerse con fuerza incontrastable. Es un caso particular de algo enormemente amplio y profundo, sobre lo que he meditado en otras ocasiones: lo que llamo la fragilidad de la evidencia. El hombre prefiere lo que "se dice", sobre todo si se lo repite con énfasis y autoridad, o con la reiteración y eficacia de los medios de comunicación, a lo que entra por los ojos o debería penetrar en la mente.

La consecuencia sería que la España actual se parece más a la antigua, la que solemos añorar, la que vivió en un riguroso y creador "presente" -tantas veces anticipándolo- que a la que ha sido sin duda real, nunca enteramente, y que ha cruzado algunas decadencias.

Se va viendo que la indiscutible, la Decadencia con mayúscula que experimentó España después de su mayor prosperidad y capacidad creadora, fue más tardía de lo que se decía, tuvo bastantes excepciones y, sobre todo, terminó contra la impresión general de que fue para siempre, incluyendo todo el porvenir imaginable. Se va descubriendo que en los siglos menos acertados y venturosos siguió habiendo muchas personas y obras valiosas con las que no se cuenta, y que cuando no hay más remedio que advertirlas no desvanecen la previa y general descalificación.

Pero hay que preguntarse por qué todo esto ha ido sucediendo, lo bueno y lo malo, los declives y las recuperaciones, las caídas y el volver a levantarse, los errores y las rectificaciones. El factor principal ha sido siempre el nivel de la vitalidad. Pero no se trata primariamente de algo biológico, ni tampoco económico. Habría que recordar los conceptos orteguianos, tan fecundos, de "vitalidad ascendente" y "vitalidad descendente", que percibimos, con sus efectos sobre nosotros, en la persona a quien encontramos en la calle y con quien conversamos un rato, al cabo del cual somos alguien bastante distinto.

Creo que es decisivo el pensar y sentir que lo que se hace y quién se es "tiene sentido", "vale la pena" o no. En el primer caso, las fuerzas aumentan y pueden ser inagotables; en el segundo, entra el desánimo, se produce la inacción, la tendencia al abandono. Esa variación aconteció a mediados del siglo XVII, como he examinado con cierta detención en mi libro "Cervantes clave española".

Quiero decir que los "recursos" de que se dispone vienen a ser los mismos. España ha tenido un territorio -muy grande, por cierto, dentro de las dimensiones europeas- de singular fijeza, con una realidad física cuya riqueza o pobreza se han exaltado y exagerado arbitrariamente, entre San Isidoro y Lucas Mallada, con una población que se ha ido formando durante un par de milenios sin perder un considerable equilibrio.

Ahora está de moda en ciertas zonas de nuestra sociedad renovar la imagen de la "pobreza extrema", convenientemente exagerada mediante una combinación de demagogia y estadística, por los mismos que proponen que destinemos una parte muy importante de la riqueza existente a países remotos, mal conocidos y en los que es problemático el destino que pueda tener, sin advertir que si la pobreza española fuera tanta, habría que esforzarse por eliminarla, lo que es posible y hacedero.

Pienso que las claves más eficaces del esplendor han sido la inteligencia y el esfuerzo. En algunas épocas han existido minorías inteligentes, competentes, a las que se ha permitido expresarse, actuar, orientar. Y ha habido igualmente un tenaz esfuerzo de grandes mayorías, que han acumulado un impresionante rendimiento, en tiempos en que los recursos técnicos eran muy limitados y las dificultades enormes.

En otras épocas ha predominado el desaliento, la desconfianza, el "qué más da". La resignación es una de las más altas virtudes cuando quiere decir aceptar las condiciones de la vida, la realidad propia de cada uno, el destino inevitable. Es, por el contrario, un vicio cuando consiste en la renuncia, el darse por vencido antes de combatir, el no ver las posibilidades abiertas y ofrecidas.

Cuando se ve cómo son las cosas, se imagina lo que se puede hacer, se hace la cuenta de lo que le corresponde a cada uno y se está dispuesto a acometerlo sin desmayo, el horizonte está abierto y puede ser esperanzador. ¿Por qué no recorrer los lugares grandes o pequeños de España, con los ojos abiertos, dispuestos a ver lo que hay y lo que falta, lo que hay que hacer y, por supuesto, se debe hacer? Se puede elegir entre la serie de "incorporaciones" medievales de la España cristiana, que culminó en el último tercio del siglo XV con la de Castilla y Aragón, o la multiplicación de los "reinos de taifas" que arruinaron el emirato y el califato de la España islámica hasta terminar en Granada en enero de 1492, cuando se disponían los españoles a cruzar el Atlántico.

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