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La expresión pública

A última hora, toda política que merezca este nombre se funda en la opinión pública. Pero la democracia se sustenta directamente de ella, es su misma sustancia, podríamos decir que "consiste" en ella. A veces no hay opinión pública, aunque haya innumerables opiniones privadas. Durante mucho tiempo no la hubo en España, y en un libro estrictamente teórico, "La estructura social", de 1955, lo mostré claramente, indicando las condiciones exigibles para su existencia. No resisto a la tentación de recordar lo que entonces dije, porque tiene ahora "otra" actualidad.

No basta el carácter "social" o "colectivo", que por supuesto es esencial. "Ni aun es suficiente que a este carácter se agregue el de "consabido", o sea, que cada uno sepa que lo saben los demás. Hace falta una condición sutil, pero de extremada importancia: que eso "conste". Cuando en una asamblea alguien pide que algo "conste en acta", ¿qué es lo que pide? ¿Que se enteren los demás? No, porque lo acaban de oír. ¿Que lo suscriban o lo apoyen? En modo alguno. Simplemente, que tenga existencia "pública", que "esté ahí", en el ámbito común, que quede en disponibilidad, que sea, en suma, una "instancia" a la cual se pueda recurrir. Todos saben que han pasado o pasan muchas cosas, perfectamente conocidas, y, sin embargo, "no constan", no se puede apelar a ellas, no se cuenta con ellas para establecer una acción social de ningún tipo, no tienen existencia en una zona de la realidad que es justamente la vida "pública"".

Esto sucedía, por supuesto, en 1955, y hasta un par de decenios después. ¿Y ahora? Por supuesto existe la opinión pública, y es el nervio de nuestra convivencia. Pero acaso no plenamente, sino con atenuaciones o excepciones peligrosas. Se hacen o dicen cosas que después se olvidan o niegan, que los demás no se atreven a recordar. El paso del tiempo -a veces muy breve- las va borrando; hay una curiosa timidez para recordarlas. En ocasiones se niegan enfáticamente, y lo que queda es la negación.

Se usa la mentira -muy desigualmente, por cierto-, y a casi nadie se confronta con lo dicho, se le demuestra que ha mentido.

Los que no "viven" de la mentira, los que no la usan como instrumento habitual, deberían tener extremado rigor, no permitirse ni siquiera mentiras ocasionales o "veniales", que dejan su huella y empañan lo que podría ser una acción transparente y justa. El inmenso poder actual de los medios de comunicación, incomparable con el que tenían cuando escribí "La estructura social", ha alterado la situación y desde luego los mecanismos que la regulan. Nada es plenamente público si no adquiere el relieve necesario, si no es "notificado" a la sociedad en su conjunto, y ello no se limita a la prensa escrita, sino más aún a la radio y la televisión.

Por otra parte, la conservación de actos y palabras está asegurada. Tengo recuerdo vivo de muchas escenas que bastarían para acreditar o desprestigiar a grupos, partidos, personas, pero no se usan, no se actualizan; en suma, no se recurre a ellas, y por tanto no constan.

La ignorancia es un factor decisivo, con el cual hay que contar.

Asombra el número de cosas importantes que son desconocidas por la inmensa mayoría de las personas. Esto es lo que hace posible la ingente falsificación de la historia a que estamos sometidos, sin exceptuar la muy cercana. La ignorancia es la causa de que "no haya defensas", de que pocos tengan "anticuerpos" capaces de rechazar la falsedad, aunque sea evidente para los que saben algo.

Es menester decir la verdad, proclamarla, exigirla, mantener sus derechos, no transigir con la falsificación. Es el único medio de que haya efectiva convivencia, de que esta pueda ser fraterna en medio de las discrepancias, de que, a pesar de los desacuerdos, haya concordia. Cuando se dice la verdad, se reconoce la razón que tiene cada uno, y no se le da la que no tiene, con lo cual se logra un reflejo fiel de la realidad, que es lo más respetable de este mundo.

Pero decir la verdad no es tan fácil, si se va más allá de lo íntimo o privado. Si ha de tener efectos sociales, tiene que cumplir algunas exigencias. Siempre me viene a la memoria, sobre todo si se trata de democracia, el discurso justificativo de Pericles que le atribuye Tucídides: "El que sabe y no se explica bien, es igual que si no pensara".

Lo recuerdo con demasiada frecuencia. Hay que decir las cosas, de palabra o por escrito, con fuerza, gracia, eficacia. Hoy todo el mundo escribe, pero no son muchos los que saben escribir.

Hablar, casi se ha olvidado: casi todo el mundo lee en voz alta, sin darse cuenta de que no solo aburre, sino que dice algo escasamente inteligible, porque la estructura de la frase escrita corresponde a la lectura visual y simultánea, no a la audición sucesiva. El que en el Parlamento -que viene de "parlar"- se permita leer los discursos ha asestado un grave golpe a la democracia.

Hay tres formas de comunicación pública: la retórica, la propaganda y la administración. La primera, nacida en Grecia, que ha tenido épocas gloriosas, es el arte de conmover a los hombres sin profanarlos, desde la verdad, nutrida de ella, potenciada por la belleza de la palabra. La propaganda, siniestra manifestación de algunos tiempos, y muy principalmente del nuestro, es la técnica de manipular a los hombres, por supuesto profanándolos, mediante la demagogia y la mentira, para conseguir unos fines que llevan consigo una degradación que puede ser perdurable.

Cuando no se tiene el talento de la buena retórica y no se quiere caer en la abyección de la propaganda, se puede recurrir a la "administración", es decir, a la notificación gris, inerte, frecuentemente lacia, de contenidos aceptables y "verdaderos".

He escrito verdaderos entre comillas, porque no estoy seguro de que lo sean. Verdad -en griego "alétheis"- es desvelamiento, patencia, manifestación, iluminación. Consiste en que lo real aparezca, relumbre, brille. Si esto falta, algo no será falso, pero no resplandecerá en su verdad.

La política puede ser envilecedora, pero también puede ser un arte nobilísimo y que merece admiración y gratitud. Pero no se puede olvidar que es un "arte", que es menester dominar, o en todo caso aprender. Si me apuran diré que es la condición primera y más importante. Si se quiere un nombre de político, extranjero y ya muerto, recordaré los nombres y las frases que acuñó Churchill, que, por si fuera poco, legó al mundo el gesto de la V.

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