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Un análisis social
Las recientes elecciones del 13 de junio -que en rigor acaban de terminar- han sido interpretadas por muchos de sus actores con una actitud que me ha recordado la broma que circulaba hace cosa de setenta años entre mis compañeros de instituto: "Lo agarré por las solapas y ¡vengan tortas!". Lo curioso es que muchos lo han tomado en serio, con mayor ingenuidad que aquellos remotos estudiantes de Bachillerato.
Aparte de los resultados políticos, tan complejos y en los que no he de entrar, pienso que esas elecciones serían algo admirable para el futuro próximo de España si los ciudadanos reflexionaran un rato sobre lo que ha sucedido y lo que socialmente representa.
Lo primero que salta a la vista es la considerable abstención, el gran número de votantes que no han hecho uso de su derecho. ¿Indiferencia, desinterés, pereza? En algunos lugares, ¿temor? Hay personas que se sienten adscritas absolutamente a una opción política y la siguen y apoyan sin desmayo, independientemente de las conductas y los méritos o defectos. Son grupos "a prueba de abstención". Por el contrario, hay otras adhesiones "condicionadas", a beneficio de inventario, inseguras. Hay, en tercer lugar, los "exquisitos", que afectan desdén por la política y los políticos -"son todos iguales", aunque sea evidente que no lo son-, y este factor ha fomentado la abstención, que priva del derecho de quejarse al que la practica.
En estas elecciones ha aparecido un ingrediente nuevo, que ha sido recogido públicamente y ha hecho que se use la palabra "repugnancia". Un caso extremo ha sido que el condenado, convicto y confeso, de uno de los asesinatos más atroces que se pueden recordar, haya aparecido en un parlamento. La palabra "asco" es muy fuerte, pero es ineludible. Recuerdo que en 1929 se publicó en la "Revista de Occidente" un estudio fenomenológico de Aurel Kolnai titulado "El asco" ("Phänomenologie des Ekels" en su lengua original). Precisamente en aquel año se habían publicado en español las "Investigaciones lógicas" de Edmund Husserl, y comenzaba el auge de la fenomenología.
Pero hay que preguntarse por la aplicación de ese asco, de esa repugnancia vinculada a las últimas elecciones. Por supuesto, al sujeto en cuestión; pero no menos a los que han establecido su candidatura, solidarizándose con él y la han apoyado; y, claro es, a los que la han votado; y a los que se han aliado con ellos, en manifiesta y expresa complicidad.
Todo eso es patente, visible, indiscutible, traducido en hechos y números. Una considerable masa humana queda envuelta, por voluntad propia, en esa oleada de repugnancia, que va mucho más allá de la política y afecta a la mera decencia humana.
Si eso se toma en cuenta, si no se pasa por alto y se olvida como si no existiera, se podrá mirar al porvenir con alguna confianza, con una dosis de esperanza. Si ocurre otra cosa, si se cierran los ojos y se tapan las narices, si no se extraen las inevitables consecuencias, habrá que sentir, más que pesimismo, desconsuelo.
Un grado ciertamente menor de repugnancia han suscitado también algunas actitudes, gestos y palabras a que hemos asistido el mes pasado. En primer lugar, la mentira. Habría que hacer el cómputo de las que se han vertido, reiteradamente, con el mayor énfasis, sin pruebas, sin justificación, para dejarlas caer inmediatamente de que hayan cumplido su papel y hayan hecho sus efectos. En esta época en que todo se conserva, en que todo queda registrado, hasta el agobio, se deberían recordar esas mentiras a sus autores, promotores y difusores, unirlas a su personalidad y significación, hacer que gravitaran así sobre su futuro, y en él fuesen tratados por la opinión de acuerdo con ello.
Otro capítulo interesante, y que invita a la reflexión, es la expresión. He insistido mil veces, desde hace más de medio siglo, en la radical diferencia entre la retórica y la propaganda. No puede decirse que haya abundado la buena retórica, porque el arte de hablar -y escribir- es el nervio de la política, sobre todo de la democrática, y hoy no está, en ninguna parte, en su mejor momento. Pero se ha utilizado la propaganda, en sus formas más envilecedoras, con profusión, y se ha llevado al extremo el desprecio por la lengua, la grosería, la falta a los más exigibles requisitos de civilidad.
¿Se puede aceptar esto? ¿Es admisible en el trato humano, en la convivencia? El que falta a los más elementales principios, ¿no se excluye a sí mismo del respeto, de la consideración, de la posibilidad de ser tenido en cuenta? Todo lo que acabo de mencionar es bien reciente, ha tenido existencia pública, puede y debe "constar". Si es así, se trata de una experiencia en parte penosa, pero valiosa y útil. El arte supremo de la vida es "distinguir de personas". Esto va mucho más allá de la política, fenómeno relativamente superficial, aunque sus consecuencias pueden ser muy graves. Cuando las personas se agrupan en partidos o movimientos, esa capacidad de distinción es imperativa.
Lo que está en juego permanentemente es la estimación. En la vida privada sobre todo, pero también en la pública, en las instituciones, en los partidos, en las agrupaciones de toda índole que hoy pululan y tienen un influjo considerable.
Creo que hay que recurrir de todo eso a las personas individuales. Si cada uno de nosotros intenta ponerse en claro consigo mismo, medir su estimación o desestimación, y obrar en consecuencia, se podrá confiar en el porvenir.
El haber tenido que hablar de la repugnancia o el asco no debe dirigir nuestra atención exclusiva ni primariamente hacia esos aspectos. Importa todavía más tener en claro qué o quién es admirable. Un país vive sobre todo del entusiasmo, la ilusión, la esperanza. Es esencial que estas actitudes estén justificadas, regidas por el acierto. Pero su ausencia es todavía más perniciosa que alguna fracción de error. Se podría ver, a lo largo de la historia, en diversos países, cómo lo decisivo ha sido la movilización de la atención y las energías hacia algo digno de suscitar entusiasmo.
Los españoles tenemos una larga historia que permitiría comprobarlo, si la conociéramos. Tenemos una experiencia reciente, vivida por nosotros, con posibilidades que podemos examinar, recordar, valorar. Tenemos que elegir. El acierto no requiere más que dos condiciones: memoria y libertad; quiero decir, elegir desde cada uno de nosotros y no desde lo que nos digan.
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