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La escala de las importancias

Cada vez me importan menos cosas, y cada vez me importan más las pocas que me importan -y que no suelen ser cosas, sino personas o realidades personales-. Se puede pensar que es lo propio de la vejez, pero no estoy seguro: veo a muchos coetáneos y aun contemporáneos algo más viejos, que andan afanados por cosas que me parecen de mínimo o nulo interés.

Al repasar una vida ya muy larga, me doy cuenta de que la escala de mis importancias ha sido siempre bastante semejante a la actual -aunque, ciertamente, con distintos contenidos-. A lo largo de los años, me han importado muy poco tantas cosas, tanto algunas, desmesuradamente algunas personas o creaciones personales como un libro, una ciudad, un país.

He pensado muchas veces en una extraña situación, que sería el núcleo de una posible novela que hace casi medio siglo le conté a Eduardo Mallea. Cada vez que lo veía, me pedía cuentas de aquella novela que nunca escribí; yo le contestaba que debía escribirla él, con su formidable talento de novelista. Tampoco lo hizo.

Se trata de lo siguiente. Una persona, en plena salud y gozo de la vida, cree que va a morir al cabo de tres días. ¿Cómo reacciona? Nada puede hacer para evitarlo. Lo que le queda es entrar en últimas cuentas consigo mismo, elegir qué va a hacer en esos tres días postreros. Ver y reconocer qué es lo que de verdad le importa.

A falta de la seguridad, esta es la situación permanente humana: "estar a la muerte", como dice nuestra lengua coloquial, que no conocen los que traducen como "ser para la muerte" el sein zum Tode heideggeriano. No estaría mal tener siempre en claro lo que nos importa, a diferencia de lo que, a última hora, nos deja bastante indiferente.

Si esto se hiciera, la vida sería profundamente distinta. Este adverbio es esencial: la diferencia residiría en su profundidad, en sus estratos más hondos. La actual inestabilidad amorosa, conyugal, familiar, no tiene otro origen. La gente se une y se desune, contrae relaciones y las rompe, por motivos superficiales, sin que nada importe gran cosa. La consecuencia es que la vida entera queda contagiada por esa superficialidad; en suma, que se vive menos, aunque más tiempo. Un tiempo que sería precioso si ese fantástico don de nuestra época fuera aprovechado para mejorar la intensidad y calidad de esa vida, en la admirable "prórroga" que nos ha sido otorgada. Imagino cómo se habrían sentido los hombres de otros siglos si se les hubiera ofrecido la posibilidad de vivir quince años más de aquellos con los que más o menos contaban, y en condiciones aceptables. ¿Y las mujeres? Aquí sí hay que recordarlas expresamente, y no por estúpida inercia, porque la prolongación de la vida, la juventud, la belleza, el atractivo, es todavía mayor y ha alterado la posible configuración de la vida. Y digo "posible" porque hay quien se encarga de que esas maravillas se anulen y se renuncie a ellas.

Y si pensamos en las formas de la vida colectiva, de naciones enteras o sus agrupaciones, de la historia a lo largo de los siglos, el resultado es sobrecogedor. Los más graves acontecimientos, invasiones, guerras, revoluciones, han tenido como origen realidades muy poco importantes, que al cabo de breve tiempo han dejado de importar, que asombran al recordarlas. Grandes atrocidades, devastaciones, enormes sufrimientos han tenido como motivo o pretexto minucias que al cabo de poquísimo tiempo parecen inverosímiles. ¿Por esto han padecido o muerto millones de hombres, se han destruido maravillosas ciudades, se han sepultado en el mar conmovedores buques, orgullo de la humanidad? Al cabo de unos cuantos años, el balance de los grandes acontecimientos parece ridículamente escaso o negativo, tal vez se ha invertido. A diferencia de los momentos de acierto, aquellos en que se ha dado importancia a lo que efectivamete la tenía, y por eso iba a seguir teniéndola -la gran prueba, que se puede anticipar para el futuro, si se mira bien y se posee alguna imaginación.

Esto puede aplicarse al detalle de la vida pública, especialmente en nuestro tiempo, en que predomina la democracia, al menos nominal y como pretensión. A veces imagino un grupo humano -tal vez un partido, aunque un buen ejemplo es que se les da más importancia que la que tienen- que atendiese a la escala de las importancias. Por lo pronto, dedicaría la atención, el tiempo y el esfuerzo a algunos asuntos, y relegaría a los otros al margen de lo secundario. Casi todas las "figuras importantes" de este tiempo viajan demasiado, se reúnen con otras de la misma pretensión, reciben a innumerables comisiones. Muchos intelectuales dedican su vida a asistir a congresos, perfectamente estériles, y olvidan lo que ha sido siempre la clave de la vida intelectual: ponerse de codos sobre una mesa, leer o releer algunos libros y, sobre todo, pensar.

Es asombrosa la atención que se dedica a los conciliábulos, tejes y manejes que carecen de importancia, que dejarán de tenerla en cuestión de días, sin que nadie se ocupe de orientar a la opinión sobre "quién es quién", con quién se puede contar, de quién se puede uno fiar, qué se puede esperar con confianza, qué se puede temer, cómo hay que repartir la admiración o el desprecio.

Como la capacidad de atención es limitada, como el tiempo es escaso, hay que tener en claro lo que importa, que es lo que va a importar en el futuro próximo y hasta remoto. Es, como vemos, cuestión de imaginación, como casi todo lo humano. Y si se retienen las experiencias pasadas, hay que preguntarse si se quiere volver a ellas, o sólo se juega frívolamente con una posibilidad que espantaría.

En este año se ha producido el reverdecimiento de un fenómeno que surgió al comenzar la transición, y que entonces tuvo alguna justificación: la floración de innumerables "partidos" ridículos, fruto de manías o vanidades mínimas, y que fueron barridos por los electores. Muchos de ellos, o bien otros nuevos, han reaparecido; han dejado su huella, en la forma concreta de hacer posible que la falsedad se deslice en diversas rendijas del tejido social. Esto es lo único grave, que no se cura prestándole atención, sino al contrario: volviéndole la espalda.

Lo que es menester es que los españoles -y digo los españoles porque son los que van a leerme, no porque los demás no lo necesiten- es poner en claro la escala de sus importancias y obrar en consecuencia. Si lo hacen, podremos penetrar animosa y confiadamente en el próximo siglo o milenio. Y, lo que más, podremos imaginar sus comienzos sin temor a quedar en ridículo en el primer decenio.

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