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Verdad y mentira

Cada vez me parece más evidente que hay muchas cosas que no tienen arreglo -o remedio, que no es exactamente lo mismo, y es aún más grave-. Pienso en los Balcanes, en la casi totalidad de África, que tuvo un "respiro", imperfecto, durante un siglo, desde mediados del siglo XIX hasta 1960. En otro orden de cosas, tienen difícil remedio la soledad, la decadencia, la muerte. Y hay que añadir que esas cosas que no tienen arreglo o remedio, sin perder esa condición, pueden ser aceptables, llevaderas, si se toma ante ellas la actitud adecuada. Las situaciones lamentables tienen su valor cuando se enfrenta uno con ellas empleando todos los recursos disponibles, el último de los cuales es la resignación; se entiende, la resignación activa, esforzada, que viene a ser lo contrario de la entrega y el desaliento. Por otra parte, cuando se dice de algo que no tiene arreglo, ¿se está seguro? A veces se decreta así porque "se dice" y se ha oído, por pereza, por cobardía. He dicho que hay que enfrentarse con los males de este mundo "con todos los recursos disponibles".

¿Se hace así? El recurso más importante y eficaz, el gran instrumento que posee el hombre, es el pensamiento. Quiero decir algo más que la inteligencia, la razón, que busca y encuentra las conexiones de la realidad. Sorprende lo poco que se usa, incluso en los gremios que se consideran intelectuales. Todos los días oigo o leo afirmaciones estupendas, ante las cuales solo se me ocurre una pregunta: ¿Cómo lo sabe? Buen número de hombres de ciencia dicen cosas incomprobables, referentes a remotísimos pasados o al futuro, con apoyo de la estadística. Muchos actúan como profetas, combinados con "estrellas" del espectáculo, en lo cual se asemejan a otra estirpe de hombres tradicionalmente severos y modestos: los jueces. Son legión los que aspiran a dar sorpresas diarias, o por lo menos semanales, con descubrimientos o hallazgos físicos, biológicos, paleontológicos o jurídicos. Valdría la pena indagar el influjo de la prensa y la televisión en estos campos, normalmente oscuros.

Lo que no tiene arreglo es así dados ciertos supuestos. Pero éstos acaso no son absolutamente válidos. Con los recursos dados, no tienen arreglo algunos problemas que he mencionado al principio; pero ¿no hay otros? Son muchos los problemas que no se resuelven, sino se "disuelven" si se los plantea mejor. Tengo la impresión de que los problemas económicos, sociales, políticos se plantean de manera inadecuada, con lo cual se asegura que no tengan arreglo. Haría falta ponerse a pensar a fondo, examinar las situaciones, hacer ingresar a cada una de ellas en su contexto real, en relación con los factores que intervienen en el asunto. El caso de los Balcanes es ejemplar. No he visto nada que se parezca a esa operación que se llama pensar, aplicar la razón al problema. Unos y otros se disponen a "hacer" diversas cosas, sin pensar previamente y el tiempo necesario. Cuando hay una epidemia, se pide a los biólogos y patólogos que investiguen, no que se pongan a actuar; no se les exige que tengan una solución al día siguiente, sino cuando la encuentren -si la hallan, porque todo es inseguro.

El primer paso, el decisivo, es no engañarse ni engañar a los demás. El error es posible, hay "derecho" a él, con la condición de que se reconozca y rectifique. Lo que es intolerable es la mentira. Y se la aplica de un modo aterrador -nada me aterra más que eso-. Hay grupos, partidos, publicaciones, emisoras, personas individuales, que mienten sistemáticamente. Quizá no sean demasiados, pero "cunden" mucho -precioso verbo español, difícil de traducir a otras lenguas-. Los medios de comunicación les dan una difusión y una eficacia que multiplican el desastroso efecto.

La mentira debe producir el desprestigio, la descalificación inmediata e inapelable. Para ello es menester que "conste", que sea puesta de manifiesto; que el que miente sea enfrentado con su mentira, actual o pretérita. De ella se puede y debe "pedir cuentas". Esto, por supuesto, no se hace, y a nadie se obliga a justificar lo dicho o aceptar las consecuencias. Nada perjudica más a la salud de una sociedad que la impunidad de la mentira. Los que han recibido y aceptado de buena fe las mentiras, se sentirían estafados, burlados, despreciados por los mendaces. La reacción normal sería: ¿por quién me toman? La represalia sería automática y de efecto decisivo. No hay que buscar al monedero falso, porque está ahí, presente, y se lo puede sorprender cuando intenta pasar otra moneda recién acuñada, otro billete recién impreso. Basta con recordar lo que se ha dicho, reimprimir el texto pertinente, hacer revivir la escena en que se escarneció a la verdad y se violó el derecho a ella del lector, el espectador o el oyente. Hay mucha gente que vive angustiada temiendo que le citen lo que alguna vez dijo. Solo se puede conjurar ese temor reconociéndolo y restableciendo la verdad.

¿Para qué leer al que miente? ¿Vale la pena escuchar al que tiene ya preparada la próxima mentira? A veces se ve -es un mérito de la televisión- que alguien se dispone a mentir; en su expresión se dibuja ya el gesto que la anuncia. Pero son pocos los que atienden a lo que dice una cara. ¿Cómo votar al que miente, cómo poner la propia vida en manos expertas en ello, dispuestas a manipularla y servirse de ella con desprecio? La contrapartida es que los que no hacen profesión de la mentira, los que tienen voluntad habitual de ser veraces, lo sean implacablemente. Quiero decir que extremen esa condición sin excepciones; que no se permitan ni la menor mentira. Y si acaso se les desliza un error, no digamos si ceden alguna vez a la tentación de falsear algo, se apresuren a reconocerlo, rectificar, purificarse de tal mancha.

Me preocupa indeciblemente que, a los sesenta años del final de la guerra civil, se siga mintiendo sobre ella, sus orígenes o sus consecuencias. Y no se olvide que, al lado de las falsedades expresas, hay las de omisión, la mutilación de la verdad exigida. Veo con sorpresa y honda preocupación que muchos no tienen reparo en callar, omitir, poner silencio en lo que es menester decir. Se dan casos extremos entre los que no se atreven ni a citar lo que otros han dicho o escrito, simplemente porque es verdad, y eso parece espantarlos.

Partiendo de la más escrupulosa exigencia de verdad, de la eliminación de la mentira culpable, del reconocimiento de la realidad en toda su complejidad y con su trabazón, se podría ejercitar el pensamiento y plantear rectamente los problemas. Acaso se encontraría que pueden tener arreglo algunas cosas que sin ello ciertamente no lo pueden tener. No se me ocurre otro camino para intentar el saneamiento del mundo.

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