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Proyectos y plazos

Se da por supuesto que en los cuatro decenios que empezaron en 1939 y terminaron en 1975 no se podía hablar de los problemas reales españoles, ni casi imaginar y proyectar acerca de ellos. Nada es más falso, y se puede probar documentalmente que no era así. He releído algunas cosas que escribí y publiqué en 1965, y he tenido algunas sorpresas.

Por una parte, se ve hasta qué punto ha cambiado la situación en muchos aspectos. "España -dije entonces- no es un país subdesarrollado, sino mal desarrollado." Actualmente, no solo está sumamente desarrollado, sino incomparablemente mejor, incluso que otros países comparables.

Respecto a la situación del Estado y la sociedad, se podía definir con estas palabras: "Los atributos con los cuales se presenta el Estado podrían resumirse así: unidad, homogeneidad unánime, ausencia de toda discrepancia, inmovilidad. La realidad social mostraría otra serie de atributos: pluralidad, heterogeneidad, falta de acuerdo, posible ausencia de concordia, variación, vitalidad." ¿Se podía decir esto? En todo caso, se dijo.

"Lo más grave es que una forma deficiente de Estado -lo cual quiere decir casi siempre una forma excesiva- acabe por ahogar a la sociedad o, lo que es si cabe peor, que informe a los individuos y los haga a su semejanza... Y entonces se propone como ideal lo contrario de lo que existe, pero lo contrario es muy parecido a aquello a que se opone." "Lo que más me inquieta es que en España todo el mundo se pregunta: ¿Qué va a pasar? Casi nadie se hace esta otra pregunta: ¿Qué vamos a hacer?" Afirmaba yo que lo más valioso que poseía España era la vida cotidiana, y pienso que esto sigue siendo verdad. Frente a la tenaz oposición al liberalismo durante treinta años, señalaba que es un sistema político, pero antes un "temple", un estado de espíritu, una manera de ser hombre, una "generosidad" que permite a los demás ser lo que son y quieren ser, aun pudiendo impedirlo. Es la organización social de la libertad. Hay algunos -concluía- que solo quieren seguir; otros, lo mismo solo que al revés; algunos, por último, queremos otra cosa; pero no otra cosa cualquiera." "En suma, hay que organizar el pluralismo." "La vida histórica y social necesita proyectar, y sólo se puede proyectar civilizadamente y a largo plazo cuando se es titular inequívoco de derechos que están más allá de cualquier arbitrariedad." "Los instrumentos de esta proyección colectiva son los partidos políticos. No tengo ninguna debilidad por ellos, más bien siento ante todos una pizca de repulsión instintiva... pero estoy persuadido de que en nuestro tiempo son absolutamente necesarios para una vida normal." El apartado en que decía estas cosas se titulaba "Pasado mañana". Tenía clara conciencia de que lo que esperaba y deseaba no podía ser inmediato, y así sucedió en realidad. Tenía viva ilusión, pero no estaba dispuesto a "hacerme ilusiones", buen pretexto para no hacer nada, quiero decir lo posible. Y una de las cosas que lo eran era pensar y decir públicamente lo pensado.

Han pasado muchos años; se han realizado muchas cosas de las que señalaba; se han malogrado algunas, se ha puesto en entredicho o desvirtuado algunas. En conjunto, se ha consolidado en su mayor parte lo que era necesario y aparecía como posible, no gratuito, sino conseguido a fuerza de talento y esfuerzo.

Pero no se ha hecho más que empezar. La vida individual se ha prolongado asombrosamente, pero sigue siendo breve; la de los países no tiene plazo limitado. Pero hay plazos sucesivos, cercanos o remotos, y una tentación de nuestro tiempo es la miopía histórica, la proyección cercana, sin advertir que ésta es insuficiente, que es menester moverse en un horizonte dilatado, no utópico, corregido por la convicción de la inseguridad de la vida, lo que impide embarcarse frívola o jactanciosamente en empresas utópicas, que suelen llevar al desastre.

Al final de aquellas viejas "Meditaciones sobre la sociedad española" reflexionaba sobre la felicidad y los posibles proyectos españoles.

Tenía bien presente que la felicidad es asunto estrictamente personal que ninguna fórmula de vida pública puede asegurar, aunque algunas pueden comprometerla o dificultarla. Pero también sabía que se realiza dentro de un alvéolo social. Por eso me inquieta el afán de tantos hombres de nuestra época por abandonar sus países y establecerse en otros; el motivo es el cúmulo de dificultades que encuentran en los propios, la esperanza de hallar algo mejor. Pero no es fácil encontrar la felicidad en un medio ajeno, y sería mejor intentar hacer habitables los países que ciertamente no lo son, con la ayuda de los demás, si es posible. En un país de tan vieja y rica realidad como España, es ilusorio pensar en ningún tipo de sustitución, y por eso es imperativo el esmero en ponerla a la altura que le pertenece.

Es evidente que en aquellas fechas estaba, en aspectos necesarios, por debajo de sí misma. En dimensiones decisivas, arrastraba un resto de anormalidad, consecuencia inevitable -mejor dicho, no evitada- de la tremenda discordia que fue la guerra civil y la indebida prolongación de sus consecuencias. La superación de esto, la elevación de España hasta sí misma, hasta su nivel propio, era la primera empresa que se presentaba ante los españoles.

Pero esto no era ni es suficiente. España no ha estado nunca sola, sino en Europa, como miembro de ella y coautora de su realidad; no solo ha pertenecido siempre a ella, sino que lo ha sido por propia voluntad, por decisión histórica, sin resignarse a otra condición, como todo el Mediterráneo meridional. La integración original y creadora en Europa se presentaba como un proyecto de largo alcance y apasionante.

En ello estamos, y la insatisfacción que se puede sentir no procede tanto de España como de Europa en su conjunto, en el predominio de lo económico y administrativo, en el hecho de que la personalidad de las naciones ha palidecido y el desconocimiento entre ellas es preocupante.

Sería capital que España aportase a Europa su enérgica personalidad, su propia versión de lo europeo, contribución al enriquecimiento del conjunto. Para ello será menester que España cobre plena conciencia de su significación, de su condición de pieza insustituible, de instrumento de la tan necesaria orquesta europea. Creo que esto haría que España tomase plena posesión de sí misma, precisamente para ofrecer su realidad a esa "sociedad de implantación" en que se encuentran y de que están hechas las naciones de Europa.

Y por último, España no puede olvidar que ha sido, a fines del siglo XV, la creadora de Occidente, la que se proyectó hacia América para realizar allí el máximo injerto de la historia, después de la empresa de Roma.

Creo que estos proyectos pueden encender el entusiasmo de un pueblo, darle un puesto generoso en la historia.

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