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Infernar

Me interesan particularmente aquellas palabras que son propias de una lengua, que no tienen fácil traducción a otras, que requieren una perífrasis, casi siempre inexacta o desenfocada, que esquiva el núcleo significativo de la palabra originaria. El verbo "cundir", tan expresivo, es uno de estos casos; otro ejemplo, sobre el que escribí hace mucho tiempo, es el prodigioso verbo "desvivirse"; el caso más extraordinario, al que dediqué un libro entero, aunque corto, "Breve tratado de la ilusión", es la asombrosa variación semántica que esta palabra experimentó hacia 1830, en la época romántica, al pasar de su sentido negativo tradicional -el que tenía hasta entonces y conserva en las demás lenguas que conozco- al positivo que hoy tiene, y que encuentro maravilloso: frente a lo "ilusorio", ser un "iluso", "hacerse ilusiones", es decir, lo falso y engañoso, "tener ilusión" por algo o alguien, estar o vivir "ilusionado".

Pues bien, una de estas palabras que están vivas en nuestra lengua y acaso no en otras, es el verbo "infernar". Aparte de su sentido originario de procurar que alguien vaya al infierno, el Diccionario académico registra un uso figurado, que es el que tiene vigencia: "Inquietar, perturbar, irritar". El Diccionario de Autoridades emplea, en lugar de la última acepción, "mover a ira". ¿Cómo se diría en otras lenguas? He buscado en varios diccionarios bilingües y he encontrado que no registran el verbo español. Ni siquiera eso.

Las definiciones que he mencionado son correctas, pero acaso débiles. Creo que "infernar" es algo más que inquietar, perturbar o irritar, incluso que mover a ira. Tal vez todo eso junto sería más exacto. Pero no se trata de una mera suma. Cuando Unamuno dice que se propone "hacer que todos vivan inquietos y anhelantes", ¿trataba de infernar? Por supuesto no, más bien lo contrario: despertar de la modorra, de la pasividad o indiferencia, para que se viva más.

Se puede inquietar con buena intención. En el verbo "infernar" no se puede eludir la referencia originaria al infierno. He recordado muchas veces la definición, que Goethe da del diablo: "Der Geist, der stets verneint", el espíritu que siempre niega, y he insistido en el "siempre", es decir, en la monotonía.

Infernar supone mala intención, es una actitud, y una actividad, negativa, más aún, negativista. No es algo que se ocurra ocasionalmente, alguna vez. Es un propósito permanente, una empresa continuada -de ahí la monotonía-, casi una profesión. Hay personas, asociaciones, grupos, partidos, que se "dedican" a infernar.

Algunos individuos tienen una curiosa "vocación" para ella, y la ejercen "por libre", casi siempre para compensar la incapacidad de "hacer" algo propio. Pero usualmente se asocian, buscan la cobertura de alguna colectividad, ingresan en algún grupo o cofradía. Y es sorprendente la tendencia a que se asocien o alíen los núcleos, en principio diferentes, a los que une el negativismo, la voluntad de infernar. Los "puntos de aplicación" pueden ser enteramente distintos, pero la actitud frente a ellos establece un vínculo que sería interesante precisar.

Los que se oponen "a todo", los que objetan automática a invariablemente, resultan por ello "previsibles". Ya se sabe lo que van a decir, cómo van a reaccionar. Esto les quitaría eficacia si los demás se dieran cuenta de ello, lo dieran por descontado, esperaran la acción que llegará, puntual como un eclipse.

Y hay un criterio indefectible: la acción de infernar se aplica invariablemente ante lo que está bien, ante el acierto, la verdad, la buena intención. Se podría usar como criterio de estimación la respuesta que algo suscita entre los "infernadores" profesionales. Ante la actitud airada o aviesa se puede sospechar que ha aparecido algo estimable y valioso.

Esto se extiende a las personas. Cuando se señala con la hostilidad automática a alguien que ha aparecido -o reaparecido- en el horizonte, hay que mirar, porque lo probable es que se trate de alguien en quien se puede esperar y confiar. En ese sentido, se dispone de un método de orientación que rara vez se utiliza.

Extraño es que ese verbo no haya merecido mayor atención, que no haya servido para algo tan necesario como entender la realidad. No se piense -quiero decir, no se piense exclusivamente- en nuestra circunstancia actual e inmediata. Si se tiende la mirada sobre el mapa global, tan revelador en sus enormes diferencias, si se remonta uno desde el presente hasta el conjunto de la historia conocida, se descubre el inmenso papel que han representado esas actitudes.

Se podría escribir una "historia universal del infernar", que sería voluminosa y esclarecedora. Y se advertiría el desigual reparto según lugares y tiempos. En algunos países, en épocas que aparecen como razonablemente venturosas, el infernar ha sido una fracción desdeñable, que apenas altera las cosas. Pero a veces se producen condensaciones tales, que invalidan los mecanismos normales de la convivencia y del cambio social. Significan una anomalía, una deformación de la estructura de una sociedad.

Un rasgo característico de nuestro tiempo es el papel preponderante que en casi todo tiene la organización. Siempre ha sido factor decisivo en la vida colectiva, pero la proliferación de las organizaciones y su poder de comunicación no son comparables con nada pretérito. Añádase a esto lo que podríamos llamar la convergencia de diversas organizaciones, en principio o en apariencia dispares. Uno de los casos más notables fue el tejido que determinó la "leyenda negra" que afectó a España desde comienzos del siglo XVI hasta muy entrado el XVII, con un inesperado reverdecimiento en el XVIII y rebrotes en multitud de ocasiones. En España inteligible esbocé un esquema de su múltiple origen, pero creo que no se ha examinado a fondo tan curioso fenómeno.

Hacia 1750 adquiere un extraordinario desarrollo la compleja función de infernar -lo referente a España es un aspecto de un proceso más amplio y de mayor alcance-. En la época cercana a nosotros el incremento de esa operación ha sido inmenso, clave de una época que se podría estudiar a la luz de ese fenómeno.

Siempre hay un núcleo que explica esas convergencias; se pensará en el negativismo, cierto impulso destructor, que desemboca en una actitud suicida. Pero negativismo es una palabra demasiado abstracta. Si se intenta descender hasta el fondo de la cuestión, se adivina un extraño rencor contra la realidad, que se manifiesta ante todo en ese "rencor contra la excelencia" que desde hace tanto tiempo me preocupa. Se da en ciertas personas una oscura exasperación contra lo que es digno, libre, esperanzador; para decirlo con una sola palabra, "personal".

¿Será casualidad que en nuestra lengua, nacida de un pueblo con raíces teológicas, aunque muy olvidadas, se haya forjado ese verbo, "infernar", que es nada menos que una tentación permanente del hombre?

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