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Atreverse a ser

Por su carácter negativo, hay un fenómeno muy frecuente en nuestro tiempo que casi nunca se percibe o se pone de manifiesto: el desinterés. Hay innumerables asuntos que no interesan a grandes porciones de la sociedad o de aquellos grupos que en principio deberían aproximarse a ellos con avidez, acaso con apasionamiento o entusiasmo.

En política esto es visible: la abstención electoral suele ser muy alta, particularmente en cierto tipo de elecciones, que suscitan sorprendente indiferencia. Ante los resultados, uno piensa que si otros hubiesen votado, podrían haber sido enteramente indiferentes, y por cierto imprevisibles.

No se reflexiona sobre el hecho de que la mayor parte de las conferencias que se dan tienen una asistencia muy escasa, es decir, que interesan a contadas personas, a una fracción de las que en principio hubieran sentido la necesaria atracción. El índice de lectura de los escritos es difícil de medir. Habría que averiguar cuántos leen los artículos publicados en diarios o revistas, y se descubriría la enorme desigualdad, desde la lectura casi total hasta el vacío casi absoluto. Si se trata de libros, es más fácil saber las tiradas y ediciones, pero la realidad rara vez se refleja en las listas publicadas en los periódicos, y además queda en sombra el interés real, es decir, la lectura efectiva.

Se ha introducido una categoría social, la de los llamados "famosos", que son simplemente las gentes de que "se habla" en algunos medios de comunicación, cuya fama se reduce a eso, a su proclamación como tales, que no importan a casi nadie y que son desconocidos para la inmensa mayoría. Todo esto sugiere una imagen falsa de la realidad, una inquietante zona de desinterés e indiferencia, que perturba la convivencia, el sistema de las estimaciones, la eficacia de la democracia para inspirar una política que refleje la verdadera opinión de los ciudadanos. Se atribuirá esta serie de anomalías a los medios de comunicación, cuyo poder es extraordinario, creciente e incomparable con el que han tenido hasta ahora. Esto es evidente y hay que tenerlo en cuenta, pero sugiero que hay otro factor, todavía más profundo e importante: la actitud de los que reciben esas notificaciones, en ocasión esa manipulación, de la publicidad.

Ese factor es el frecuente disimulo de la verdadera realidad, la resistencia a mostrarla, el disfraz que se adopta. En política, esto es notorio. Se da por supuesto que hay cosas que no se pueden decir, que se deben fingir adhesiones a principios que no se comparten, se presenta una imagen que se considera "aceptable", pero que no responde a lo que de verdad se estima y desea. Yo creo que esto sería capaz de atraer sinceramente a los que coinciden con esa perspectiva, a los que serían efectivos votantes en vez de quedarse en casa o votar al azar o por cansancio o por la seducción de una propaganda artera y hábil. Esto hace que las elecciones no reflejen adecuadamente la realidad, y en definitiva sean falsas.

En otros campos, aunque de modo menos espectacular y comprobable, sucede lo mismo. Recuerdo que un excelente músico, ya muerto, hablaba con melancolía y nostalgia de las sonatas que componía en otros tiempos, que le producían gran placer pero que no sonarían en ningún festival. Habría que preguntarse cuántos pintores llenan sus lienzos con lo que no les gusta, porque piensan que si ceden a su verdadera inspiración los críticos no asistirán a sus exposiciones ni hablarán de sus cuadros en periódicos y libros. Son muchos los arquitectos que ceden a diversas presiones y violentan lo que desearían hacer.

La tentación de muchos escritores es pensar en los premios como fuente principal de inspiración, a pesar de que saben que después de recibirlos quedarán pronto olvidados. Habrán entrado en el circuito de la fama previa y automática, aunque sea a costa de perder lectores fieles. Es incalculable el daño que todo esto está haciendo a la cultura, a lo que se llama, con cierta exageración, "creadores".

El factor común, que explica esta larga serie de fenómenos aparentemente heterogéneos, es la resistencia a atreverse a ser lo que se es, en suma, a la autenticidad. Son escasos, en muchos casos extremadamente minoritarios, los que son capaces de volverse sobre sí mismos y proponer lo que creen válido y conveniente para el país, aquello por lo que están dispuestos a esforzarse. En suma, los que presentan una opción que puede y debe tomarse en cuenta, que merece ser examinada, valorada, criticada, acaso votada.

Pero no hay que reducirse a la política, que no es lo más importante ni profundo. Su misión propia es revelar lo que es, expresar lo que la sociedad desea, aquello a que aspira. Como esa realidad es múltiple, la política debe ser plural, y ésta es la justificación de la democracia. Pero si se ejerce con máscara, ocultando lo que se es, se la adultera y envilece, se la sustituye por una extraña "dictadura difusa" que no tiene un titular nominal y público, aunque si se busca bien se lo puede descubrir, agazapado y también con disfraz. Cada partido debe mostrar lo que a su juicio merece ser votado, sin esconderlo, mitigarlo o disimulado con lo que es ajeno, porque con eso elimina los motivos para que lo voten; lo peor que puede ocurrirle es que el ciudadano se diga: ¡qué más da!

En las diferentes dimensiones de la cultura, la exigencia de atreverse a ser es todavía más imperiosa. El "autor" de algo debería aterrarse ante la posibilidad de que no le guste lo que hace, de que no lo estime, aunque le dé cuantiosos dividendos en dinero, fama o premios -realidades que suelen ser convergentes pero bastante independientes del resultado artístico o intelectual-.

El oportunismo político, sobre todo en épocas difíciles y de escasa libertad ha sido un fuerte estímulo para el disimulo o el disfraz. Se fingen "persecuciones" por los que han recibido el favor oficial durante años; se olvida lo que se ha dicho en otros tiempos y se teme ser citado; este esquema acaso se repite en varias situaciones sucesivas. Todavía más honda y grave es la perturbación ocasionada por la falta de respeto a la propia "vocación", tal vez la sustitución de ella por otras cosas que le son ajenas. Las decadencias culturales, que suelen coincidir con las de las sociedades enteras, en todas sus dimensiones, proceden casi siempre de la desaparición de la autenticidad vital. Se produce entonces el hueco de la realidad, la suplantación por lo que no existe. En palabras del Quevedo moribundo, lo que "no es más que un vocablo y una figura".

El imperativo máximo, que por cierto es el más fácil de cumplir, es mirarse a sí mismo, no de reojo a los demás, y atreverse a ser lo que se ha visto, lo que se es y pretende ser.

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